32. Comunión sagrada: entre el cielo y el infierno

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El caballo de Melisa y yo forcejeamos durante casi todo el trayecto

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El caballo de Melisa y yo forcejeamos durante casi todo el trayecto. Cada vez que sonaba el aullido de un lobo, el mal bicho relinchaba, meneaba la grupa y hacía amago de retornar al poblado. Lo más humillante era que lo entendía: la neblina nocturna asustaba; la soledad asustaba; el frío asustaba; el sonido de las bestias salvajes asustaba. En un par de ocasiones, tuve que hacer acopio de voluntad y rezarle a Dios para no ser yo quien abandonara al caballo y huyera colina abajo.

Mi pecho se vio oprimido ante la situación. Me raspé con algunas zarzas y la lámpara no me sirvió para evitar que me tragara unas asquerosas telarañas que me provocaron náuseas. Por suerte, pese a todo, el camino se distinguía.

Pronto me vi en un cementerio viejo, con algunos mausoleos de piedra a los que el musgo y las malas hierbas se empeñaban en devorar. Sentí algo de remordimiento cuando tuve que atar al compañero a la verja de hierro oxidado que coronaba la entrada, temía que le pasara algo, pero no sabía cómo pasar con él. Por mi parte, en cambio, fue sencillo: la valla estaba medio destruida, por lo que accedí saltando sobre las rocas más bajas.

Allí, la niebla se densificaba, como si aquel cementerio fuera la fuente de esta, y la ambarina luz del farol me cegaba más que alumbraba. Empecé a sentirme débil y mareado, con el peso del mundo sobre mis hombros.

Escuché un ruido y me giré asustado. Un ángel de piedra me observaba con lágrimas en los ojos. Reculé, el sonido de mi corazón me perforaba los tímpanos. Choqué contra algo frío, de roca. Era la pared de la ermita. A lo alto de la cornisa, un cristo crucificado me mostraba una lágrima sangrienta. Se me heló la sangre, di varias vueltas sobre mí mismo, o el cementerio dio vueltas sobre mí... Me maldije por mi estúpida idea de ir allí solo.

—¡Bernat! —sollocé, sin apenas aire y con la idea infantil de que acudiera en mi auxilio.

Sombras humanoides me asfixiaron con sus brazos sombríos. Busqué algo con lo que ayudarme entre la luz, la oscuridad y la niebla que los unía, pero la presión cada vez era más fuerte. Una voz sonó como un trueno, escuché quejarse al caballo de lejos y un lobo le retornó un aullido en la lejanía.

Aquel era mi fin.

—No esperaba una cena tan apetitosa...

Unos dedos corretearon por mi hombro, un aliento helado rozó mi cuello.

—Bernat, ¿eres tú? —Sin duda era él, no obstante, su voz sonaba a ultratumba y me recibía como una fiera a su presa—. Déjame verte —supliqué.

Entonces, mi cazador se detuvo. Me acarició la mejilla y me volteó con brusquedad. Alcé la linterna para verlo mejor: sus ojos eran completamente violetas, el cabello más canoso que días atrás. Venas oscuras tejían un mapa bajo su piel.

—¿Marc? ¿Qué haces aquí? —Dio un paso atrás, respiró hondo y parpadeó hasta expulsar el demonio.

—Tenía que verte... —expliqué. Sufría, el cabello caía por su frente mientras se agarraba a sí mismo el pecho. Tuve el impulso de brindarle apoyo, mas, en cuanto me acerqué, me apartó de un manotazo, lo que hizo que la linterna cayera al suelo y se partiera en añicos—. Perdón...

El Precio De la Inmortalidad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora