35. Caminos paralelos IV: La muerte de un ángel

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Un día antes

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Un día antes...


Al salir me vi cegada por una tenue neblina, a través de la cual el candil que la prostituta le portaba mi hermano me recordó a un fuego fatuo que guiaba mi camino. Necesitaba alcanzarles y persuadir a Marc de ir con Bernat. Era demasiado arriesgado. Sin embargo, antes de que pudiera dar un paso en dirección a la cuadra, Pau me tomó del brazo y me arrastró hacia el lado contrario de la posada.

—Tenemos que hablar. —Acarició mis magulladuras, giré la cara e hice amago de retomar mi propósito. Pau, por contra, me acorraló.

—Has dejado a los niños solos —le recordé arisca.

—Paula no tardará en entrar.

Me desprendí de su agarré e intenté golpearlo cegada por la rabia.

—¡No tengo nada que hablar contigo! ¡Quiero ir con mi hermano!

—Melisa, no estás siendo razonable. Escúchame...

—¡No!

Lo empujé hacia atrás. No quería que me tocara, ni que me envenenara con sus discursos. En respuesta, él me estrechó fuerte. La sensación de arraigo, el consuelo que ofrecía, su olor... Cerré los ojos, a punto estuve de ceder. Al instante recordé el motivo del enojo: me ocultó la enfermedad de Marc, me enfrentó a él y me aventó a abandonarlo, vendiéndome que era lo mejor para todos. Enumeró los beneficios de nuestro acuerdo en tantas ocasiones... ¡Incluso cuando fingió querer persuadirme! Sus palabras eran pegajosas como la miel, manipuladoras como el alcohol y falsas como el amor que juró tenerme. Me empujó a brazos de otro hombre, de su enemigo, y manipuló también a mi hermano. ¿Que no estaba siendo razonable al evitarlo? Cierto, lo razonable hubiera sido empujarlo contra el suelo y clavarle una puñalada por cada una de sus mentiras.

Forcejeé, lo empujé y, sin pretenderlo, lloré. Me sentía sucia, utilizada, traicionada.

—Melisa, solo quiero hablar —insistió paciente.

Mi corazón repiqueteó de forma irregular y sentí un segundo de pánico, por lo que me quedé inmóvil, procurando retener la cura de Bernat en mí. A esas alturas, ya conocía un poco acerca de su funcionamiento. El miedo, los nervios, el estrés, la quemaban a fuego rápido; mientras que la calma, el amor y la alegría lograban retenerla por más.

—Dime —exhalé.

—Lo que quieres hacer es una locura, no tiene sentido abandonar el plan a estas alturas.

Supuse que continuaría montado en su burro de la hipocresía, fingiendo un falso amor y un respectivo arrepentimiento, todo para lograr que retornara al plan inicial. Pero decidió saltarse esa parte.

—¿Qué sucedería si no siguiera adelante? —lo reté.

—Que morirías.

Me aparté e hice amago de irme.

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