28 y 29. Caminos paralelos (partes 2 y 3)

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29. Caminos paralelos: El jardín secreto

El reposo no me trajo paz: incluso dormida, notaba los dedos de Eloy clavados en mis muslos, las marcas de sus dientes y el resquemor entre las piernas. Desperté con la necesidad de llorar, no lo hice. ¿Acaso no pasaban todas las mujeres por eso? Nadie me engañó sobre qué pasaría, es más, me lo advirtieron.

No tenía sentido mortificarme, así que opté por lo más sencillo y reconfortante: imaginar que seguía enferma y que, a medio camino entre la vida y la muerte, visitaba mi jardín secreto, aquel que tan solo yo conocía. Lo rodeaba un vallado blanco y en él se avistaba una pequeña masía de piedra. Un riachuelo cruzaba el terreno. A veces, las almas que un día fueron mis padres me visitaban allí. En esta ocasión estaba yo sola, contemplando cuatro caballos que pastaban majestuosos.

Griselda llamó a la puerta, mascullé algo y me aferré a la almohada, como si esta fuera la valla del jardín, el ancla que me mantenía a salvo.

—Ya pasó el mediodía. Despierta, niña.

—Estoy enferma —me quejé.

Se marchó sin decir nada más, por lo que supuse que me dejaría en paz y regresé al jardín. Una alfombra de hojas secas cubría el sendero colindante, los árboles disponían de flores frescas y frutas maduras a su vez, y el sol, que lucía en lo alto, se reflejaba sobre la nieve de las montañas.

De nuevo, la sirvienta de Montserrat irrumpió en la habitación, dejó un caldo maloliente sobre la mesilla de forja y me instigó a despertar.

—No tengo hambre. Estoy enferma.

—No lo estás. En pie.

Abrí los ojos con fastidio, negué y me cubrí hasta las orejas.

—He dicho que estoy enferma.

Me arrancó la manta, me agarró del brazo para incorporarme y colocó con violencia el cuenco de caldo entre mis manos.

—Bebe. La señora Mercè te ha preparado un baño y el agua no tardará en enfriarse.

La idea del baño me agradó, tomar aquel brebaje, en cambio, no me entusiasmaba tanto: apestaba.

—¿Qué le has echado?

—Bebe.

Obedecí. El sabor era peor que el olor, tanto que me hizo añorar las infusiones de Marc. Después me llevó a la fuerza hasta el cuarto en el que me habían preparado la tina de agua caliente. El vaho, cálido, contrastaba contra el frío hibernal.

Cuando Griselda me quitó el camisón y descubrió las marcas, la frialdad de su rostro se esfumó durante unos instantes.

—Por cosas así jamás quise casarme —murmuró.

Algunas de las heridas escocieron bajo el agua, aunque también sentí alivio. Al terminar, Griselda me cepilló el cabello sin ninguna delicadeza, me dio ropas de hombre —según ella, más apropiadas para viajar de noche y a caballo— y me mandó a esperar fuera mientras ella y la dueña de la fonda preparaban las alforjas para el viaje.

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