33. Trampas fatales

103 15 70
                                    

Posé la cabeza sobre su pecho y me envolví con su brazo

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Posé la cabeza sobre su pecho y me envolví con su brazo. Al acurrucarme de esa manera, sentí la rigidez de su cuerpo, el frío real, el rostro sombrío. No me importó despertar junto a un cadáver.

Vivo o muerto, Bernat permanecía a mi lado, un signo de que confiaba en mí y de que yo era importante para él. Exploré la elasticidad de su piel, el color que ocultaba tras los párpados, la textura de sus dientes... Incluso, en un ataque de travesura, me atreví a mirar bajo la manta. Seguíamos desnudos y una parte de él parecía despierta. Mi mente vagó entre los recuerdos nocturnos. Solo pensar en ello hizo que me excitara de nuevo y me encogiera bajo las mantas con una sonrisa. Luego lo abracé y, cual gato, masajeé su costado con mis dedos. Era una sensación relajante. Me hubiera gustado que respondiera a mí. Sentir su aliento en mi cuello, el pacífico retumbar de su corazón maldito...

Estaba viviendo un sueño, algo maravilloso, y aún sería mejor cuando se pusiera el sol. Regresaríamos juntos a la posada, galopando, yo abrazado a su cintura. Bernat aminoraría, en ocasiones, para besarme. Quizá tendríamos que detenernos a medio camino debido a un arrebato de pasión.

Estúpido.

Nuestro viaje tocaba a su fin y jamás volveríamos a vernos, eso dijo. Yo no podía hacer nada por evitarlo, de la misma forma que no podía evitar la proximidad de mi muerte. Me negué a consentir que la tristeza nos mancillara. Si de todas formas iba a morir, algo que había asumido y aceptado, ¿qué sentido tenía pasar mis últimos suspiros llorando? Me negaba.

Quería pasar las horas restantes así, abrazado a él, dándole mimos e imaginando que me los retornaba hasta que despertara, pero estaba demasiado enérgico para ello. Di vueltas por la cama, peiné las canas de mi amante y le conté secretos al oído. Luego, me levanté y cotilleé entre las escasas pertenencias del antiguo ermitaño: un par de sotanas hechas trizas por los roedores y un crucifijo de madera carcomida. Cuando empezó a llover, recordé al pobre caballo que había dejado olvidado junto a la verja.

Bernat me llevó a aquel cuarto mientras yo flotaba en el éxtasis de su droga. Al salir, descubrí que la entrada quedaba oculta dentro del falso fondo de un confesionario enmohecido. Deduje que no era casualidad. Bernat debía tener muchos escondrijos así, repartidos y adaptados, a lo largo de aquellas tierras.

El interior de la ermita ahora parecía más grande y hermoso. El halo sagrado que se formaba en él eclipsaba la mugre y las telarañas, dotándolo de un tono dorado. Junto a la pira bautismal, se erigía una hilera de velas, todas apagadas y con más polvo que cera. Un impulso primitivo me rogaba que las encendiera, decidí no hacerlo. Estaba dispuesto a abrazar la oscuridad, tomar de ella todo lo que tuviera que ofrecerme, bueno o malo. Me sentía pletórico, un hombre nuevo. A lo largo de la noche, fui llamado tanto por el cielo como por el infierno y comulgué con ambos. Ahora, no necesitaba más luz que la de mis ojos.

La niebla persistía en el cementerio, tallada por una densa cortina de lluvia. Alcé la vista al cielo y me entregué al clima con la boca abierta. Mi cabello se empapó, mis oídos se deleitaron con el sonido del agua al caer y el de las ramas mecidas por el viento. Retumbaron algunos truenos, mis pies descalzos se hundieron en el barro y la suciedad que pudiera haber en mi piel fue arrollada por el agua.

El Precio De la Inmortalidad Donde viven las historias. Descúbrelo ahora