21. Visitas inoportunas

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Pocas veces me sentí tan poderoso como en aquel momento, tras dejar en evidencia la inteligencia de los presentes y haber amenazado a Bernat

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Pocas veces me sentí tan poderoso como en aquel momento, tras dejar en evidencia la inteligencia de los presentes y haber amenazado a Bernat.

Saboreé con entusiasmo mi pequeña victoria; reconozco que también tuve cierta inquietud. Cuando mencioné lo del coñac, en realidad, era otra propuesta la que me latía: ¿por qué no beber directamente del recipiente? Supuse que quizá a Melisa le diera asco —a mí me lo hubiera dado—. De cualquier modo, estaba condenado a que mi cabeza fuera una colmena que albergaba dudas fundadas e infundadas, susurrando a mi oído cosas que ni siquiera habían sucedido, pero que se sentían reales.

Moral o no, aquella pequeña victoria prevaleció. A día de hoy, en medio de la oscuridad, me sigue arrojando algo de luz y una sonrisa casi infantil, aunque efímera... Al igual que efímera fue la sonrisa que porté escaleras arriba y que se desvaneció en cuanto el frío de la noche acarició mis mejillas.

Pau aguardaba junto a Melisa y los niños. Distante, acariciaba a su caballo. Sus dedos finos se perdían entre la crin y el animal acercaba el hocico en busca de más caricias. Un haz de la luna descubrió lágrimas en los ojos de mi hermana, algo que me dolió. Me acerqué a ella, pausando mis pasos y fingiendo serenidad.

—¿Estás bien? —pregunté.

Alzó la mirada lentamente y habló con voz agotada.

—Eloy ya debería estar aquí. —Realmente parecía afligida—. ¿Qué te ha dicho Bernat?

—Que lo del coñac puede funcionar. Solo eso —mentí.

Lo asumió resignada y se sumió en sus pensamientos. Me hubiera gustado leerle la mente, saber qué sucedía. Por la forma en la que, de vez en cuando, contemplaba al cochero, supuse que tenía que ver con él.

—¿Sabes, Marc? —me preguntó de pronto—. Añoro esos tés tan asquerosos que solías prepararme.

—Eso tiene solución.

Giré a mi alrededor. Estábamos fuera, un par de antorchas decoraban la puerta a lado y lado de la posada, lo que, junto con la luna y el puro de Pau, eran la única iluminación.

Capellades dormía y la señora Mercè aguardaba impaciente por nuestra partida. Sin decir nada, me arrimé a ella, evité mirarle la nariz y aguanté un poco la respiración para no notar su pestilencia.

—Disculpe, ¿le importa si voy a la cocina y preparo un té para mi hermana?

Me miró de arriba abajo y chasqueó con la lengua.

—¿Sabes que es de mala educación no mirar a los ojos? —replicó.

Alcé la vista y me centré en los pelos de su entrecejo. Repetí la pregunta, decorándola con un «por favor» poco creíble que ella, acostumbrada a la falsa cordialidad, aceptó.

Avanzó hacia la cocina, la seguí a través del oscuro pasillo y pronto me vi rebuscando entre distintos potes de vidrio. Hierbabuena, manzanilla, romero, tomillo y otros hierbajos que no tenía muy claro qué eran. La señora aguardó con los brazos en jarra y las cejas arqueadas mientras vertía la extraña mezcla en la tetera de hierro; también se mostró extrañada cuando devolví cada recipiente a su lugar, todos dos dedos por detrás del filo de la estantería.

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