Rendyrr: 1854

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«Y vi a la bestia, y a los reyes de la tierra, y a sus ejércitos reunidos para hacer la guerra al que montaba el caballo y a su ejército»

Apocalipsis, 19:19


El camino hacia Eleuthe era mucho más agradable por aire que por tierra. ¿Se podría comparar las gloriosas vistas desde los dirigibles con el reptar de las sabandijas o el burdo aletear de moscas en la superficie terrestre? Un disparate. Las roídas carreteras y la neblina asfixiante no tenían el porte y la galantería de Rendyrr, la joya voladora de una nueva flota de dirigibles más sofisticados y veloces de los que Raimundo era estaba siendo uno de sus primeros viajeros. El nombre de Rendyrr, otrora portado por la magnífica ciudad costera que lo vio nacer, hacía justicia al monstruo que partía las nubes con su cuerpo dorado hinchado de aire ardiente.

Las estancias eran amplias, decoradas con cuadros de inconmensurable valor, jarrones de cerámica y armarios de maderas que ya no existían. Ante todo, hacían amenas las tormentas jaldes y su lluvia eléctrica estallando contra las ventanas. Por suerte, estaba insonorizado. Hasta el mínimo recoveco de la nave tenía una completa protección ante el ruido exterior. Raimundo lo estuvo poniendo a prueba durante horas, sentado en el borde de su cama de sedas rojas. Quietos todos sus músculos, agudizó su oído para poder percibir el más mínimo quebrar de rayos o al aire silbando con violencia al cruzar los ornamentos tubulares de Rendyrr.

Sin duda tenía cosas más importantes que hacer. Algunos de los más importantes príncipes esperaban sus palabras, el mundo pendía de la fuerza de su garganta. El futuro de todos dispuesto en la punta de la lengua de un solo hombre. Qué poca presión, ¿cierto? Pues para lo crucial que era su papel en la reunión, iba demasiado tranquilo y quizá fuera porque sabía el final de todas las negociaciones. Ya lo había asumido, lo asumió antes de poner el pie en ese maravilloso y maldito navegante de los cielos, que tan grandioso y tranquilo era que se encolerizó sobremanera al no poder estresarse como debería. Pero no. Como un niño evitando ir a la compra con sus padres, como un estudiante retrasando la hora de empezar a estudiar, perdía el tiempo con la primera tontería que pasaba frente a él. Ver si la violenta tormenta llegaría a romper la impenetrable barrera sónica que protegía a Rendyrr era su forma de procrastinar su preparación.

Pero no era suficiente.

—Me cago en la madre que parió a todos estos tarados, qué sueño tengo —gruñó; sacudió la cabeza y se frotó los ojos con la manga de la chaqueta. Un poco más de fuerza y los gemelos de estrella le habrían hecho un corte en los párpados, y ahí sí que se iba a cagar en la puta con razón.

Miró detrás, a las sábanas. Un bulto dormía bajo estas, entre dos cojines. Por cosas como esta se alegraba de no haberse casado nunca. Normalmente se sentía activo y rejuvenecido tras estos encuentros, pero esta vez se sintió tan cansado que, después de haberle dado el taco de monedas, ella tuvo que recordarle que le faltaba otra media docena. Y aun sabiendo que en las sumas era infalible, le dio esa media docena de monedas de cobre. Total, ya no las necesitaba. Ni esas ni ninguna otra divisa. Vio la tela subir y bajar con las respiraciones, habiéndose adecuado a la silueta de la mujer cuyo rostro no recordaba con claridad. Solo un lunar en la mejilla y una nariz pequeña, quizá también un vago recuerdo de unos ojos como soles, pero sobre todo recordaba la sensación de adentrarse en la más fría de las cavernas al ser rodeado por sus brazos. Sonrió por un instante y subió el edredón de piel. No la volvería a ver nunca, pero le valía con saber que estaría resguardada del frío. En el fondo, le recordaba a alguien, aunque nunca reconocería a quien veía en esa misma mirada dorada.

Raimundo tomó su bastón tirado bajo la cama y le sacudió el polvo pasándole la manga. El porte es el porte, y debía mantenerse a la altura de la situación. Se acercó al espejo junto a la puerta y posó. No se veía del todo mal. Bastante alto, bien vestido, un poquito delgado. Incluso el blanco ceniciento de su pelo largo sería una ventaja. Todos sabían que a los príncipes les encantaban las cabelleras blancas. Por primera vez, Raimundo dio gracias a su albinismo. Le serviría de algo por primera vez.

La cadena del quinto ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora