La ira

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«Cuando las estrellas empezaron a caer, cuando los mares hirvieron, la tierra ardió y mis ojos perdieron la vista, fue entonces cuando comencé a creer. Dios existe. Y nos odia»

Cyrene Valantion


No había podido lavarse la cara y aún así estaba más despierto que cualquier otra persona. Es normal: cuando te avisan de que aquello en lo que llevas trabajando toda tu vida se desmorona y rompe, estropea o inutiliza todo lo que lo rodea, al menos un par de nervios se salen de control. Solo un par, no mucho.

—No mucho —bufó. La mirada se le iba al reloj constantemente—. No mucho.

El autobús traqueteó el último tramo antes de llegar a la parada. Ligeramente empinada la cuesta, el peso de miles de viajes, ida y vuelta, calaba en la máquina y hacía que su motor gimiera en su esfuerzo por alcanzar su meta. El doctor bajó nada más tuvo la oportunidad, aunque hizo el intento de abrir la puerta incluso cuando el autobús no había terminado de estacionar. Fue el único que se bajó, él y una vieja que había visto un par de veces y a la que había obviado en ambas. Nunca se preguntó qué hacía una señora como ella en la parada de un complejo de investigación, pero tampoco le dio importancia. Miró de nuevo al reloj. Diez y cuatro de la mañana. Seis minutos más tarde de lo esperado. Resopló y forzó la marcha por el camino sin asfaltar que atajaba por mitad de un descampado. No era la manera más ortodoxa, pero sí la más rápida. La había usado unas cuantas veces cuando los horarios de los autobuses hacían de las suyas y llegaban cuando querían. Solían querer llegar tarde.

Habría estado refunfuñando todo el camino, pero no tenía forma de sacar de su garganta algo más que un bufido. Su cara no era más expresiva que una limpia hoja de papel: las arrugas que se empiezan a formar en un hombre entrado en sus cincuenta años, todas, parecían haberse escondido debajo de la piel. El gesto plano y carente de toda emoción arrancó del doctor ese ceño fruncido que llevaba siempre. Nadie podría decir, sin embargo, que este nuevo rostro era mejor que el anterior. Normalmente la neutralidad es mejor que la ira, pero cuando el barco se hunde si ves al capitán sonriendo sabes que te estás hundiendo con él.

Antes de darse cuenta tuvo el suelo asfaltado bajo los pies. Levantó la cabeza para ver el gran bloque negro. Su laboratorio. Las dos filas de ventanas eran gruesas y opacas. El doctor sabía que aquel día no se abriría ninguna. El ligero polvo del campo se elevaba y pegaba a las paredes del laboratorio como una miríada de estrellas en el cielo. El mismo viento las arrancaba unas veces y otras solo las arrastraba, raspando la piedra. En el lado contrario a donde se encontraba el doctor el polvo había dejado arañazos visibles en la pared.

«Debo hacer algo con los cristales.»

Desde fuera la nave central se veía vacía. Lo estaba, de hecho, salvo por el joven secretario que salió casi corriendo. La mirada que lanzó al doctor por encima de sus gafas le hacía parecer veinte años mayor de lo que era. Temblando, levantó la mano y apuntó al doctor con ese dedo torcido que tenía y que tanto le gustaba usar para señalar, sobre todo cuando quería arrancar los brazos a quien estaba al otro lado del dedo.

—Entra —dijo con toda la pausa que faltaba en sus ojos—. Entra... ya.

El doctor no cambió el gesto y entró. Cuando cerró la puerta de cristal el viento se hizo más ruidoso en el exterior, y no sabía si era que se había levantado aire o si era la propia estructura del edificio la que amplificaba el ruido. Llegados a ese punto no le importaba lo más mínimo.

El secretario caminaba rápido, los pies en una línea imaginaria sobre la que casi se deslizaba. Si una palabra asomaba en el paladar del doctor pronto volvía por su camino, avergonzada, hacia la garganta. El secretario caminaba muy rápido.

La cadena del quinto ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora