La cadena del quinto ángel (X y XI)

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X

Respirar una vez fue algo involuntario. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí abajo? ¿Días? ¿Semanas? ¿Quizá horas y el resto era su pura imaginación trastocada por una oscuridad que hacía indiferente tener los ojos abiertos o cerrados? Llevara el tiempo que llevase, no podía respirar de forma automática: las costillas rotas se lo impedían y se retorcían en su caja torácica pidiéndole ser un poco más gentil con sus respiraciones. Annabelle escuchó a su cuerpo y en ocasiones estaba minutos sin respirar. Las puntas de los dedos se le habían vuelto azuladas, la piel de porcelana agrietada como tal por porras y látigos. El charco bajo su cabeza tenía una mezcla oscura de sangre y lágrimas constantemente alimentado por una o por otra. Boca abajo por tanto tiempo había hecho que perdiera la noción de lo que era el arriba o el abajo, y la cadena le había lacerado los tobillos en la forma de un anillo de carne sanguinolenta.

Se balancearía para hacer romper la oxidada cadena, pero no tenía la fuerza necesaria para impulsarse. Notaba sus brazos más delgados, las piernas más estrechas y huesudas.

Cuánta sed...

Horas antes había venido Augusto en persona, lo sabía por el chirrido de sus botas. Tantos años y todavía no sabía caminar sin deslizar los pies por el suelo es lo que pensó antes de que el primer golpe del látigo la noqueara. Cuando despertó miró sus huesos en inescrutable negrura y sintió que se partían al centrarse en ellos. Por eso dejó de pensar en su cuerpo porque acabaría por partirse y caer en dos mitades al suelo. Durante un rato pensó que quizá eso sería lo mejor. Tanto sufrimiento y no podía ni llorar por ello. Tanto dolor y no sentía la necesidad de quejarse. Era terrorífico. Su pecho fracturado estaba realmente vacío.

Solo descendiendo podrás ascender.

La promesa firmemente prometida. La cadena castañeó y sintió que perdía el tacto en las piernas. Deseó que se hubieran roto y que ahora estuviera cayendo de cabeza contra el suelo, pero eso no ocurrió. Siguió colgando, sus brazos se balanceaban muertos en lento movimiento.

La promesa... llegaba. La veía. Solo con su radiante luz se dio cuenta de que había perdido la vista en un ojo. La mirada le cayó en los brazos, ahora huesudos y sin un ápice de músculo. No había probado un solo bocado desde que la colgaron boca abajo en aquella gruta alejada del mundo, tan cerca del infierno, que provocaba que un ángel como el que se encontraba ante sus ojos se presentara a sacar a su fiel servidora de aquel lugar.

El ángel diminuto, el mensajero feérico de un Dios benevolente, se postró boca abajo para conversar con la devota encadenada.

—Oh, sierva Cabelo de los Mártires de la Cadena —comenzó con voz de trueno—. Eres tú de entre las mujeres la más sierva del Todopoderoso, del rey que vive en un reino más divino que cualquiera encontrado en la Tierra o en el Cielo. Tú, que donas la sangre de los manchados para la purificación de los hombres, eres verdaderamente el ejemplo de una santa entre los mortales.

La radiancia del ángel desveló tres clavos oxidados hundidos en su hundido vientre y una larga vara atravesando sus pantorrillas. No sentía ninguna de las herramientas de tortura que le cortaban y apuñalaban la carne.

—Annabelle Cabelo —siguió el ángel—, eres sin duda mujer recta. Mas el camino a la ascensión no se ha completado, la Mancha aún se extiende entre los que te castigaron. Aquellos que te hundieron para hacerte ascender deberán ser hundidos también.

—Dime lo que quieres que haga y lo haré, santo ángel —murmuró.

Aquello fue un milagro, pues le habían arrancado la lengua y podía hablar. El ángel asintió complacido, batió las alas con frenética alegría. Entonces alzó la mano frente a los ojos de Annabelle.

La cadena del quinto ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora