El rostro del adiós

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Para mi niña


Yo, Irina, hija de Ígor, vestí de blanco el día en que mis ojos dejaron de ser azules. Llegué a la plaza, el centro de un barullo constante y circulación sin fin, al mediodía de un martes hace cincuenta y dos años. Se me había avisado de que no asistiera, pero no supe contenerme. No podía quedarme en casa, encerrada y sin hacer nada. Corrí tropezando con las personas, respirando rápido. Demasiado rápido, incluso. Todo el aire que me estaban quitando con sus risas y celebraciones era el que me faltaba para apartar al siguiente y al siguiente y al siguiente. Dejé de respirar y empecé a dar grandes bocanadas de aire, tragándolo como burbujas que me daban unos segundos más de vida. «¡Dejad de sonreír! ¿Qué estáis haciendo?», pensé, ingenua, esperando que entraran en razón y tomaran las cosas como creí que debían tomarse.

Nadie lo hizo. Nunca vi que, al menos, alguien intentara hacerlo. 

Celebraron, se pasearon con chulescos bailes frente a mí, cortándome el paso. En ese momento lo sentí como un ataque personal y de una zancada atravesé el cínico desfile. ¿No se daban cuenta de nada? La cerveza, el constante runrún de los gritos de niños malcriados, traídos por sus padres a presenciar la fiesta. Y a mí me faltaba el aire.

Seguí corriendo, apartando a la gente. Por encima de unos sombreros altos vi unas manos saludando. Recé por primera vez en mucho tiempo para que allí estuviera él. Esquivé los barrigones que se contoneaban con cervezas en la manos y balbuceando canciones de tiempos donde el mundo se dividía bloques, a las señoras viudas vestidas de negro con pañuelos de colores y a los jóvenes que bailaban agarrados las canciones folclóricas de una nación frívola en el cariño. Todos, incluso las personas más amargas, tuvieron sonrisas en la cara. Todos menos yo, quien no veía la razón. Parecía ser la única que no veía la razón de la felicidad. Todavía sigo sin entenderla.

Más de diez metros tras una valla de metal trenzado elevada hasta mi cabeza, una malla que no podría romper por mucho que la intentara partir, estaban ellos. Alabados al grito de «¡Salvadores!» y «¡Gloria a los liberadores!» un grupo de muchachos jóvenes de no más de veinte años saludaba sonriendo. Niños pertrechados como soldados, saludaban. Pertrechados de muerte, saludaban. Y la gente los vitoreaba de vuelta.

Eran muchos, un gran número de cabellos cortos y bien peinados que iban subiendo al camión con una sonrisa, un beso lanzado a su pueblo y la gente por la que fueron al frente, y quizá un recuerdo de las mujeres que se quedaban guardando sus casas si las tenían. Tantas familias...

Con el estruendo de un avión de combate sobre nosotros le vi. Todo a mi alrededor se convirtió en un pasillo que me dirigía a él. Era mi oportunidad. Mi única oportunidad. Trepé por encima de la valla, me eché a la carrera. Sentí un gruñido, un ladrido diciéndome que me detuviera, pero yo seguí corriendo. Esquivé un par de chavales que, inmóviles, charlaban con otros. Sonrientes. Mis pasos se sintieron pesados cuanto más cerca estaba de él. Llegué a sentir que si daba un paso más se me romperían las rodillas, pero me daba igual. Todo daría igual si no conseguía alcanzarle.

Faltaban un par de metros cuando mi zapato se salió y pisé el frío asfalto. Extendí los brazos, grité su nombre. Ahora ni me acuerdo de qué grité. Ha pasado tanto tiempo que no recuerdo prácticamente nada de esos años. Pero ese momento...

Entonces lloré, y con el primero de mis sollozos se giró. Mi cuerpo chocó con el suyo, mis brazos rodeándole la espalda. Hundí la cabeza en su pecho y apreté con fuerza, mis piernas temblando y sosteniéndome casi de puntillas. Lloré y lloré. No recuerdo haber llorado así nunca más. Su uniforme azul, la camisa de botones militar, acabó perlado de lágrimas y sudor. Noté sus manos acariciar mi pelo y mi espalda, sus dedos calientes tocando mis hombros con cariño. ¿Por qué sonreía? ¿No se daba cuenta de lo que estaba sucediendo? ¿Era la única que se preocupaba? 

Fui la única que se preocupó.

—No llores, tontita —me dijo, la voz cálida y firme. Levantó mis ojos contra mi voluntad y no pude volverlos a bajar—. Estoy contigo, todo está bien.

—No te dejaré ir, no te dejaré ir. No puedes ir —dije.

«No volverás», pensé en ese momento. Lo pensé mientras mis brazos lo tuvieron rodeado.

—Bah, no pasa nada. No va a pasar nada, tranquila —me respondió, y me devolvió el abrazo.

Mi última oportunidad. Las fuerzas que me quedaban en los brazos creí que conseguirían hacerle cambiar de opinión, que se quedaría. Creí, inocente, que mientras estuviera en mis brazos no moriría. Intentó separarse de mí, pero apreté con más ganas y lloré con rabia y desasosiego. Juraría que mis alaridos pudieron oírse en toda la feria que montaron y que todos los que todavía no nos observaban voltearon a mirarme, llorando desconsolada.

Me pareció que se rendía. No hizo más fuerza, no intentó separarse. Simplemente agachó la cabeza, por lo que pude ver sus preciosos ojos. Por última vez. 

Lo siguiente que dijo acabó con cualquier atisbo de resistencia que pudiera tener, me dejó los brazos flácidos e impotentes.

—Por favor, déjame protegerte. Tengo que ir —susurró, acompañándolo de caricias en mis hombros.

La fuerza de mi abrazo se partió, abrí las manos. No quedaba nada que lo retuviera. No podía retenerle. Mis manos se deslizaron en los costados de su camisa mientras retrocedía. Estiré el brazo para atraerlo de nuevo, pero quedó en un estúpido intento de alargar algo que nos mataría por dentro. Lo sabíamos, por eso se apresuró en dar el primer paso hacia atrás y dejar mi mano en el aire, tendida antes de caer sin fuerza.

«Esto no puede estar pasando», recuerdo que pensé. 

Sí, sí que estaba pasando, y debí haberlo previsto. Todo era evidente, pero yo no quise darme cuenta. No hasta que fue demasiado tarde. Cada tarde, cada mañana, cada frase que no dije por vergüenza, cada te amo sin decir, cada pelea, cada paseo por el parque perdido, vinieron a mi cabeza, y cada vez más, cuando lo vi caminar lejos de mí. El espacio entre nosotros se fue agrandando para ser llenado de más recuerdos que nunca existirían. Los cumpleaños de nuestros tres hijos que se redujeron a los de uno solo, triste por la ausencia de un padre al que no conoció nunca; los bailes en grandes salones, las cenas y comidas en familia, el perro que guardaría nuestra casa, nuestra propia casa. Cada paso era una verja nueva. Y no podía hacer nada para evitarlo.

Caí de rodillas y el vestido se rasgó. A esas alturas me daba igual, no lo llevaría nunca más. Y así hice, hasta hoy. Lloré sin cesar; cuando creí que no quedaban más lágrimas siempre aparecían de nuevo. Me enturbiaban la vista. Y aun así pude verle dándose la vuelta con un pie en el camión. Estaba sonriendo, sus ojos cerrados.

—Nos veremos más pronto de lo que piensas —me mintió. Una mentira piadosa que ninguno creíamos. Una tibia lágrima tan rápido nació murió en sus labios sonrientes que a día de hoy anhelo poder besar de nuevo. Debí haberlo hecho. Ahora que lo recuerdo, él sabía lo mismo que yo. Tras esa máscara de felicidad y júbilo colectivo, él pudo hablarme al corazón.

Esa sonrisa fue lo último que vi de él. Se dio la vuelta, sin más, y entró en el camión mientras yo lloraba. Varios chicos se apresuraron a entrar, cerrando la puerta tras el último. Ahí, todo se vuelve oscuro en mis recuerdos. No he dejado de pensar en él ni un solo día. Siempre he pensado que me seguía protegiendo dondequiera que esté, siempre con su mirada vigilante y calidez típica. Nunca le olvidé. Dejé de sonreír, mis ojos fueron grisáceos durante décadas en los que, ansiosa, esperaba verle de nuevo. Perdí el color del pelo, la belleza de la piel, la figura que antes tanto me alababan. Todos los días deseo que nunca hubiera cogido ese camión, deseo que me hubiera protegido entre sus brazos esas noches de recuerdo, llantos y lágrimas. 

En otro tiempo, en otro lugar... quizá eso es lo que hubiera pasado. 

Pero, sea como fuere, ya no hay más dolor, ya no. Hoy sonrío, tumbada en una cama de precioso escarlata bordado, rodeada de la familia que iba a ser tuya también. Nuestra familia. 

Hoy yo, Irina, madre de Dorian, visto de blanco el día que te veo otra vez, amor mío.

La cadena del quinto ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora