I
En aquel mismo invierno las nubes se arremolinaron clamando por un nuevo ángel. Annabelle miró las ropas de sus señores e hizo una mueca. ¿Por qué eran tan difíciles de limpiar? No tenían una tela especialmente enrevesada, mucho menos una tela rígida e incómoda, ¿quién podría decir eso de los grandes marqueses Invite? Era simplemente muy... pomposa. Varios volantes, arriba y abajo, en hombros y medias, extremadamente delicados al punto de tener que moverlos con guantes especiales que no pudieran enganchar cualquier hilo suelto o los destrozaría. Así que guantes puestos y delantal bien atado, por si acaso. De una en una dobló la ropa de los niños y las fue colocando en sus respectivos tercios. Todos con el mismo patrón familiar de colores. Solo unas pocas variaciones de tamaño que eran evidentes para ella y en ocasiones realmente complicados para las otras sirvientas. Pero Annabelle tenía sus trucos: cuatro dedos en el ancho de manga para el joven Klaus, volantes dobles en la falda para Constanza y triples para Viola, siempre alternando negro y blanco como sus estrechas blusas; el bordado de la Orden del Cuervo Escarlata siempre opacaba el blanco de las camisas y el negro de las chaquetas que el heredero de la familia, Roderick, solía llevar en todo momento; lazos amarillos con mismo moteado para los zapatitos de Anna; y un ligero bordado de algodón y no de tela trenzada para los exquisitos gustos del pequeño Wolfgang. Terminó de doblarlo, y al colocar el último de los pantalones entró en la habitación una mujer.
Valeria Invite, marquesa de Invite, era joven y enérgica, adjetivos no del todo del agrado de las cortes vetustas de Valdinya que estaban más preocupadas en las maquinaciones por la presidencia de la ciudad-estado —aunque no con la pasión que merecería tales actos para llevarlos a cabo— que en cuidar sus propios asientos ante los ciudadanos que se los querían arrancar. Ahí entraba la señorita Valeria: una muchacha con la garra para querer mantenerse en su lugar, pero sin la influencia para actuar directamente contra el verdadero poder de la ciudad. Incluso tenía un marido puesto a dedo para mantenerla distraída de los asuntos superiores, cosa que al parecer todos, hasta ella y su consorte, sabían, pero nadie quería entrar a discutir.
Al entrar, puso su ocre mirada entrecerrada en los montones de ropa. Annabelle había pasado por casi todas las familias de alta cuna de la ciudad, y todas eran iguales. Ni el uniforme de las nodrizas cambiaba el patrón en la falda, algo que se supone que debería variar según la familia. Y pese a su larga experiencia, ahí estaba ella, temiendo por primera vez los ojos analíticos de su señora.
—Bien, bien hecho, joven Cabelo —dijo finalmente. Extendió sus largos dedos enjoyados y tocó las sábanas—. Nos vamos Augusto y yo, corazón. Sigue así trabajando duro, volveremos en un par de semanas. Ya sabes, politiqueo barato —rio, cínica—. Cuida bien de los pequeños: me sales muy cara, quiero que estés a la altura. Lo estarás, ¿verdad?
Valeria Invite le punteó el pecho con el dedo, sin malicia y alzando la cabeza para mirarla a los ojos. Annabelle asintió, los labios temblorosos. Era la única parte del cuerpo que se salía de su control.
—Excelencia, así lo haré —dijo, y disimuló frunciendo los labios su temblor.
—Muy bien, sabía que puedo confiar en ti —sonrió Valeria, acariciándole la mejilla y apretándola como una niña que acaba de recibir un perro como regalo—. Tienes las llaves de todas las habitaciones en el platito de la entrada. Recuerda que a dos horas para la medianoche se acaba todo, se cierran las puertas y nadie entra o sale hasta las seis. Y alegra esa cara, que estás preciosa cuando trabajas sonriendo.
—Excelencia, así se hará.
—Buena chica.
La marquesa de Invite se marchó sin mirar atrás y cerró la puerta. Annabelle luchó para que las rodillas no le flaquearan y se apresuró a guardar los montones de ropa apilada. Los guardó en dos cestas, sin mezclar la ropa, y se puso una sobre la cabeza y otra bajo el brazo, y salió de la habitación. El palacio de los marqueses de Invite en Valdinya podía ser uno de los más grandes en los que había estado. Siete pisos de inclementes escalones, toscas puertas chirriantes y paredes que tenían que pintar cada semana antes de que la humedad dejara unas horribles manchas azulonas. Era uno de los más grandes y uno de los más viejos: la escalera central de caracol se dejó de construir ochenta años atrás, y esta aún lo tenía como única forma de subir los pisos. Y una cadena firme sujetaba la figura suspendida de un altar de metal con cuatro velas.
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La cadena del quinto ángel
HorrorSiete historias de siete mundos en siete realidades diferentes. Las tragedias y romances convergen y son contadas por el mismo ser: el Cuentacuentos, una enigmática figura que a cada respuesta incita más preguntas. Siete destinos desconocidos salvo...