Una vida maravillosa

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«12000 metros...», salió del pequeño y rudimentario aparato.

—Como sigas así me vas a pisar y del tortazo que te meto te lanzó los siete pisos abajo, tenlo claro —dijo soltándole las manos y desabrochándose los últimos botones de la chaqueta. 

La rabia le provocaba una sensual mirada adornada por un delineado negro. Así lo veía Samuel, al menos. La luz blanca de la luna en plena noche así se lo hacía ver.

—Me pone mucho cuando te enfadas —dijo inclinándose sobre ella.

—Ay, qué bobo eres, de verdad. Venga, última vez, no volveré a intentarlo después de esto. Después de noventa y siete mil millones de veces debes tenerlo ya clarito, ¿no? —resopló con hastío.

—Clarísimo, venga —murmuró al mirarla agacharse para reiniciar el disco. Pantalones ajustados, una chaqueta de cuero aún salpicada de vodka y un par de manchurrones de sangre. Samuel estaba embobado, tanto que se asustó al ver al señor sentado a la derecha—. ¡Cojones! ¿Desde cuándo estás ahí?

—No me he...

—Pero si ha venido con nosotros, lelo —dijo ella.

—Eh, María, nena, sin faltar.

Se volteó, apoyada en el murete e inclinando la cabeza, sonriendo. Se acercó a él, y tuvo que ponerse de puntillas para alcanzarle el oído. El suave suspiro le erizó la piel. María lanzó una exagerada carcajada acompañada de palmadas de burla cuando, al separarse, él se inclinó como si esperara que siguiera acariciándole la piel con su aliento.

—Qué... desgraciada eres —murmuró.

—Miénteme y dime que no te gusta eso.

—No puedo mentir, no —afirmó y se le escapó una corta risa.

«11000 metros...»

—Tendréis las cosas preparadas, ¿no, Samuel? —dijo el hombre calvo.

Este hombre, Grigor, tenía cara de haber matado a unas cuantas personas en su vida. Tatuajes en la calva, brazos como columnas de mármol, manos del tamaño de una cabeza y un acento búlgaro que unido a la nariz rota —posiblemente en las peleas clandestinas que coordinaban en el centro urbano— le daba la apariencia de estar de mal humor todo el día. Y, en efecto, siempre estaba de mala hostia. A su lado María parecía una niña recién entrada en un instituto, no solo por tamaño, sino también por temperamento. Y eso que ella no se cortaba en nada.

—Es Samuel, como si tuviera acento en la "a" aunque no lo tenga yo qué coño sé por qué. Sí, sí, tengo las cosas preparadas, que no te parezca que no somos profesionales —le replicó, y pateó un par de cajas de madera para apartarlas. Se acomodó el pelo, se apretó el cinturón. Taconeó rítmicamente y se lanzó a colocar un par de sillas mirando al mar.

—He visto vuestros trabajos, sé cómo sois. Violentos, poco discretos, pero hacéis vuestro trabajo al final. Sois... aceptables —respondió el búlgaro. 

Samuel tenía claro que escondía un cuchillo, quizá una porra, en la manga de la chaqueta.

—Ja, no tienes un pelo de tonto, ¿eh?

Por desgracia cerró la boca después de meter la pata. Grigor se levantó furioso por su inoportuno comentario. Le sacaba casi dos cabezas: solo un puñetazo habría sido suficiente para aplastarle cualquier hueso. Samuel retrocedió y sacó un machete que tenía escondido bajo la chaqueta. Sabía que no le haría cortes como a una persona normal, pero así estaban a la par: el acero de un filo contra el hierro de una piel endurecida a golpes.

—Eh, eh, ¡eh, EH! —chilló María, poniéndose entre los dos con un revólver en las manos y zapateando. Era como ver un gato interponiéndose entre un tigre y un león. Un gato con muy mala leche—. ¿¡Nos estamos quietecitos o qué!? Tú, a tu puto sitio: déjanos hacer nuestro trabajo y punto. Y tú, imbécil, que pareces imbécil, de verdad; deja de tocar los huevos, cállate antes de abrir la boca y prepara las cosas, ¿entendido? ¿¡Que si me habéis entendido!? —repitió al ver que ninguno respondía. Los dos se voltearon y volvieron a sus cosas—. Así me gusta, por Dios.

La cadena del quinto ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora