La niña miró a su enterrador. Era alto, muy alto, ancho de hombros y tenía una sombra larga que caía sobre ella. Estando a contraluz no podía reconocerlo. Ni a él ni a nadie: era como si todas las figuras en fila varias decenas de metros detrás se parecieran a quienes una vez ella conoció, pero sin poder recordar ninguno de sus nombres. Una pala en una mano, un crucifijo plateado brillando en su pecho, un sombrero ancho y negro que escondía su rostro en una oscuridad profunda. Estaba inmóvil, tanto que podría pensarse que se había dormido de pie. Ella, temblorosa, se encogió, rodeando con las manos sus piernas en un intento de mantenerse con un poco de firmeza. No podía hacer movimientos bruscos ni intentar salir de ese pequeño charco un poco más alto con cada minuto de lluvia, una lluvia que roía las cruces de madera que había en los alrededores. Ella, sin embargo, no sentía ningún dolor.
Los ojos del enterrador centellearon en un verde eléctrico cuando el rayo estalló a un par de cientos de metros a la derecha, en la vastedad de un campo de tierra húmeda y maloliente. El olor de la putrefacción. Comenzó a cavar a los pies de la niña, echando la tierra al lado. Cada palada era pesada, profunda, la tierra cayendo en sus zapatitos negros. Realmente llevaba un vestido demasiado elegante para estar siendo manchado así, por barro inmundo de un camposanto abandonado y alejado medio kilómetro del pueblo. Era bonito, azul con flores blancas ahora grises por el aguacero, con volantes y guantes largos, dos trenzas rubias caían sobre los abultados hombros del vestido y llegaban hasta su cintura. Parecía una muñeca de esas tan caras que se daban a la nobleza y que las niñas comunes solo podían anhelar.
—Puedes mirar a otro lado si quieres —le dijo el enterrador. La voz sonaba fría, áspera como una lija y rota por alguna enfermedad respiratoria. La niña no pudo sino asentir y tumbarse de lado, las manos aún en las rodillas y ahora en posición fetal.
El enterrador se detuvo unos segundos a mirarla. La pala se resbalaba, pero la cogió con fuerza. Siguió cavando, gruñendo con cada palada. La pequeña vio otras dos sombras moverse a unos metros, cuchicheando. Hablaban de ella, ¿de qué iban a hablar si no?
—Enterrador... —empezó ella con la voz más dulce que podía salir de una niña.
—Gael —respondió, seco—. Solo Gael, por favor.
—Señor Gael, ¿por qué haces esto? —Seguía enrollada en sí misma, mirando hacia otro lado. El enterrador clavó la pala y se apoyó en ella, los ojos puestos en el agujero cada vez con forma más cuadrada.
—Es lo que hay que hacer —dijo, y retiró otro pedazo de tierra mojada de donde los gusanos salieron despavoridos. La niña asintió.
—¿Vais a matarme? —tartamudeó.
Gael se detuvo con una media sonrisa, más de incomodidad que de otra cosa.
—No puedo hacer eso —dijo antes de volver a quitar un montón de tierra.
—¿Entonces por qué me hicisteis daño antes?
—Una forma de perdonar lo que has hecho. Muévete un poco a la derecha, no te quiero dar un golpe. Así está bien, quédate ahí.
—¿Está tan mal lo que hice? —sollozó.
—No lo hagas más difícil... —mugió Gael.
Silencio. De nuevo la lluvia tapó el ruido de la palada. Entonces una voz cantó desde la lejanía frases en latín, un idioma que la niña conocía a la perfección y del que Gael solo sabía esas pocas palabras que iban sonando más cerca en la procesión. Las había escuchado tantas veces que las había aprendido a recitar en los entierros aún sin saber lo que significaban. Aunque esta vez sonaron lúgubres, temibles. La niña temblaba solo escuchando el paso de la muchedumbre. El enterrador sintió una sacudida de culpa de los pies a la cabeza.
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La cadena del quinto ángel
HorrorSiete historias de siete mundos en siete realidades diferentes. Las tragedias y romances convergen y son contadas por el mismo ser: el Cuentacuentos, una enigmática figura que a cada respuesta incita más preguntas. Siete destinos desconocidos salvo...