5. Crimen

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Cuando Hiro saltó sobre su mujer sus dos consciencias, la demoníaca y la humana, lucharon en un duelo en el que ganó esta segunda. Cuando estaba a punto de morder a su mujer reaccionó, abriendo los brazos en lo que fue un improvisado abrazo un momento después. Aún así seguía teniendo un deseo inhumano de seguir comiéndosela, de modo que se apartó y se metió en su futón un momento después, avisando de que aún no se había recuperado totalmente y que quería descansar.

Yukino se fue un poco desconcertada y Hiro se encontró solo un momento después, incapaz de dormir y carcomido por un gran número de pensamientos intrusivos que le hacían querer probar la carne humana. Aún así aguantó un largo rato en su cama, hasta pasada la media noche.

Consiguió dormir a ratos, mientras que otros los pasó en un limbo suspendido entre el sueño y la realidad. Los pocos ratos que pasó despierto un deseo inhumano lo invadió, un deseo que también se daba en su inconsciente y que lo acabó por ganar, cuando por un momento dejó de ser racional y salió a cazar.

Mientras que él, Hiro Mikato, salía a cazar, su mujer y su hija dormían profundamente y Douma llegaba al fin a la casa.

Entró de cualquier manera, arrancando una ventana entera de la pared y colandose con facilidad por el hueco hecho. Acababa de romper una estructura básica de la casa y de hacer bastante ruido, pero que importaba, si los pensaba matar a todos esa noche.

El ruido alertó a los guardias que parrullaban la casa siempre, por si se daba el caso de que alguien entraba a hacerles daño a los miembros de la familia (no era la primera vez que pasaba). Varios fueron corriendo hasta donde se encontraba Douma y se lo encontraron, de pie, tranquilo y sonriente, jugando con sus abanicos. En sus ojos se podía leer un kanji, que brilló con intensidad, antes de que su portador, con unos rápidos y elegantes movimientos, los matara a todos. No hubo decapitaciones ni nada con sangre, sino que unos cuantos golpes certeros con los abanicos cerrados que apagaron sus vidas para siempre. Una vez muertos si que abrió los abanicos y los marcó a todos, indicando que estaban muertos.

Después siguió caminando como si nada hubiera pasado, hasta llegar a la habitación de Iwasaki. El silencio era sepulcral, así que suponía que a parte de los guardias asesinados no había despertado a nadie más. Podría haber accedido por el patio interior de su habitación, pero teniendo en cuenta que tarde o temprano tenía pensado matar a todos los habitantes de la casa, haber acabado con esos guardias había sido una buena idea.

Tras haber entrado en la habitación de la joven, la tomó en brazos, tal y como se la había encontrado y como un rayo salió por el patio interior y de ahí al bosque, donde la dejó, aún dormida, apoyada en un tronco. Dormía muy profundamente.

Una vez la tuvo a su lado se dedicó a contemplarla. Se arrodilló a su lado y comenzó a pasar sus largos dedos por toda la extensión de su rostro. Los ojos, la nariz, los mofletes. Era perfecta tanto por fuera como por dentro, con su sangre rara, dulce como la miel, que él había tenido el honor de catar ya.

Con mucho cuidado de no despertarla apartó un poco su camisón y se deleitó con la imagen de la herida de sus propios colmillos. Ahora tenía un preocupante color morado, pero al menos no se había infectado, lo cual era positivo.

Una vez terminada la contemplación llegó el momento de despertarla, de ver sus ojos grises abiertos una vez más. Volvió a acariciar su cara y su cuello con más intensidad que antes, hasta que ella lo miró y esbozó una sonrisa inocente.

-Douma...-su voz estaba ronca.

-Iwasaki....Que bien que hayas despertado ya.

-¿Eh? Gracias.

Estaba ligeramente sonrojada, momento que Douma aprovechó para estrechar las manos de la muchacha entre las suyas propias y decir lo siguiente:

-Te he traído un regalo, Iawasaki.

La Flor de Invierno (Douma)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora