Alex

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Me apoyé en la pared de piedra del pasillo, escuchando su risa tras la puerta de madera que tenía enfrente. Podría haberlo dejado pasar, pero había adivinado sin dificultad el secreto que guardaba Lena y aunque estaba implicado una amiga de confianza, no quería que nadie de mi palacio pensara que podía librarse por completo de mi atención. De modo que esperé pacientemente fuera de los aposentos de Sam, aguardando el momento oportuno.

Las hijas de Sam se estaban convirtiendo en las mascotas de palacio, sin duda alguna. Creo que los niños siempre han sido mi debilidad... Bueno, y también las ojiverdes menudas, pensé con una sonrisa. Con el paso de los años, había permitido que los niños se tomaran unas libertades en mi presencia que a pocas personas había concedido jamás. Me reí por lo bajo al recordar lo que había ocurrido esa misma mañana.

Después de dejar a Lena en mis habitaciones, me dirigí a la gran sala pública de palacio. Había llegado a detestar este sitio y me había jurado que esta estación iba a esforzarme más para cambiar su aspecto. Se trata de la gran sala donde el público se reúne para verme tomar decisiones sobre los asuntos del reino. La única razón auténtica por la que detesto esa sala es porque fue decorada en una época en que estaba bastante pagada de mí misma. Todo estaba dispuesto para darme el aire de una soberana poderosa. Tras veintitantas estaciones como Conquistadora, había aprendido que las apariencias son lo último que hace poderoso a un gobernante. Ah, ¿por qué estas lecciones sólo se aprenden con la edad?

La sala contaba con una tarima, sobre la cual se alzaba un trono muy historiado. En estaciones anteriores, me gustaba la imagen que aquello creaba. Sin embargo, al cumplir los cuarenta, hice que se llevaran esa monstruosidad de trono y la quemaran. Ordené que instalaran una de las butacas más cómodas de mis aposentos privados, lejos de la tarima, debo añadir, y concedía audiencias desde allí. Era más informal y menos amenazador para los campesinos sin educación que a menudo recorrían grandes distancias para presentarme una petición. Actualmente, no era inusual ver niños corriendo por la sala o escondidos tras las faldas de sus madres. Tal vez por eso las dos niñas de Sam escaparon tan fácilmente a la atención de los guardias.

Jack, mi administrador, a quien últimamente tenía muy vigilado, no paraba de hablar con tono monocorde sobre una petición relacionada con un grupo de esclavos que se habían amotinado a bordo de un barco que viajaba de Anfípolis a Corinto. Algunas personas aseguraban que algunos de esos esclavos eran ciudadanos libres capturados ilegalmente. Como sabía que Jack estaba implicado aquí en Corinto con los tratantes ilegales, no me sorprendió que fuera él el portavoz de los dueños del barco de mi ciudad natal.

A mi administrador se le desorbitaron de repente los ojos y perdí el hilo de mis reflexiones sobre por qué había declarado ilegal matar a idiotas como éste. Me parecía que así se resolverían muchísimos problemas. Bajé la mirada, sorprendida al ver a las dos niñas de Sam pegadas a mis rodillas, sonriendo de oreja a oreja y tirándome de las perneras del pantalón.

Se hizo un largo y profundo silencio en toda la gran sala y vi que algunos esperaban atemorizados para ver qué iba a hacer a continuación. Mi temperamento todavía me precedía y, en justicia, la mayor parte del público no había tenido oportunidad de ver cómo había cambiado en las últimas estaciones. Al mirar a estas preciosas niñas, sin embargo, ni se me pasó por la cabeza regañarlas. Sus sonrisas confiadas eran tan balsámicas para el alma de esta vieja guerrera como las que recibía de Lena.

—Te conocemos —dijo la niña mayor, con una sonrisa radiante.

Detuve con un gesto al guardia que había corrido a intervenir y me subí a las niñas al regazo. Pobre Jack. La cara que se le puso, cuando le dije que continuara, no tuvo precio. Estaba tan distraído por las niñas, que se agitaban, reían y lo señalaban, que empezó a tartamudear. Por mi parte, debo confesar que estaba sorprendida por mi propia reacción. Recuerdo claramente el terror absoluto que había sentido la primera vez ante la idea de estar cerca de estos tesoritos. Ahora, no sólo no tenía miedo, sino que apenas me daba cuenta de que una niña me tiraba suavemente del pelo y la otra jugaba con los cordones de mi camisa. Entretanto, escuchaba atentamente la monótona diatriba de Jack sobre la esclavitud y la ley de Grecia.

El Final Del Viaje [SUPERCORP]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora