Deseó la Libertad

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—¿Cuántas veces tengo que decirlo? ¡No quiero nada de comer! —cogí la bandeja del suelo y la lancé, con todo su contenido, hacia las escaleras.

Sabía que estaban allí, escondidos pasado el rellano de las escaleras, de modo que cogí la frasca de vino que estaba en el suelo fuera de mi puerta y la tiré también al otro lado del pasillo. Entré de nuevo en mi habitación y cerré de un portazo, echando el pestillo.

Crucé la estancia a oscuras hasta el balcón abierto. Apoyé la espalda en la pared interior, dejé caer mi cuerpo al suelo y el frío aire nocturno se posó sobre mí. Se me volvieron a llenar los ojos de lágrimas y ya no pude contenerlas. Justo cuando creía que no me quedaban lágrimas que derramar, pensaba en Lena, recordaba perfectamente la expresión de su bello rostro cuando la abofeteé y me echaba a llorar de nuevo.

Así había pasado el día para mí. Ahora la luna ya estaba en lo alto del cielo, pero no había encendido ni lámparas ni velas. Había dejado mis aposentos en el mismo estado de oscuridad que sentía que rodeaba a mi corazón. Me estaba portando como una niña malcriada al tirar las bandejas que me dejaba Nia, pero la violencia física parecía ser mi reacción habitual, cuando me enfadaba o me asustaba. ¿Acaso no lo había demostrado antes, al pegar a Lena?

Oí los golpes en mi puerta y reconocí la voz de Eliza, que hablaba con Nia.

—He intentado dejar la comida como me dijiste, pero se la ha tirado a los guardias —la joven voz de Nia sonaba preocupada y me hizo lamentar haberme comportado como una niña con un berrinche.

—Da igual, Nia. Ve a buscar otra bandeja y súbesela a Lena, yo me ocupo de la Conquistadora —le contestó Eliza a mi doncella.

—Eliza, ¿has oído lo que dicen de Lena? —preguntó Nia.

—Si me dedicara a escuchar cada cotilleo que pasa por mi cocina, poca cosa lograría hacer en todo el día —respondió Eliza con aspereza y luego pareció reconsiderar su brusca respuesta, porque lo siguiente que dijo fue más suave, más comprensivo—. Sí, he oído lo que dicen.

—¿Te lo crees? —preguntó Nia.

—En absoluto. Por los dioses, Lena es honrada como ella sola. Ahora ve, trae té caliente y un caldo y asegúrate de que se lo toma todo. ¿Señora Conquistadora? —Eliza se puso a llamar a la puerta de nuevo.

Me quedé ahí sentada sin moverme, deseando que Hades se me llevara para acabar de una vez con todo. Oí una llave en la cerradura metálica y no me sorprendió en absoluto que Eliza hubiera encontrado una llave de mi habitación. Seguí sentada en el suelo, observando mientras Eliza se movía hábilmente a través de las sombras de la habitación. Encendió una gran lámpara de aceite que había en un rincón de la estancia y fue moviéndose por la espaciosa zona, encendiendo una lámpara más y varias velas. Levanté la cabeza al oler la cera derretida: era un olor extraño y reconfortante que siempre me recordaba a mi hogar, aunque no lo tuviera.

Apoyé la barbilla en los brazos, con los que me sujetaba las piernas contra el pecho. Eliza se acercó y me di cuenta del aspecto que debía de tener por la expresión de sus ojos. Tenía el pelo hecho un desastre y los ojos rojos e hinchados, escocidos por las largas horas de llanto. Se acercó más, sacó una silla de la mesa y la colocó delante de mí.

Cuando se sentó y me pasó una mano tierna por el pelo, apartándomelo de los ojos, me eché hacia atrás. No podía soportar la ternura, era algo que habría hecho Lena, y me eché a llorar de nuevo.

—No seas amable conmigo —me aparté un poquito más, volviendo la cara hacia el balcón abierto.

—Así que os habéis peleado. Bueno, no es nada que no se pueda arreglar —replicó Eliza, con tono comprensivo.

El Final Del Viaje [SUPERCORP]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora