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Los meses transcurrieron con la cadencia inmutable del tiempo, y en ese transitar, Clarice cultivó un vínculo profundo con su sultana. Ahora, podía afirmar con certeza que estaría dispuesta a dar incluso su propia vida por aquella mujer amable que la acogió con tanto cuidado desde el día de su llegada.

El palpitar de su corazón se llenaba de una expectación inexplicable, pues se aproximaba la visita del hijo del sultán. En cada rincón, los sirvientes se afanaban con esmero para asegurar que cada detalle estuviera preparado meticulosamente. Desde la elección exquisita de la cena hasta la presentación impecable de los postres, todo estaba dispuesto para honrar la llegada de un invitado tan distinguido. En medio de este bullicio de preparativos, Clarice se encontraba dedicada a los últimos toques de la preparación de su sultana. Cuidadosamente, peinaba los cabellos de esta noble dama, cada movimiento un gesto de afecto y devoción. Los reflejos dorados de la luz de las velas acariciaban los mechones sedosos, y en esos momentos íntimos, el lazo entre ambas mujeres se fortalecía aún más.

Era la expresión de un vínculo que se había forjado en días compartidos, en risas entrelazadas y lágrimas secadas por la mujer hacia la joven de apenas 15 años. Geverhan, con el tiempo, comenzó a apreciar a Clarice, encontrando en ella ecos de Mahmud, el príncipe que ahora descansaba bajo tierra. En momentos de silencio, el remordimiento la atacaba, y sus sueños se llenaban de la figura de aquel joven príncipe.

—Se ve hermosa, sultana —expresó Clarice, admirando la presencia de Geverhan.

—Agradezco tus palabras, Clarice —respondió Geverhan, levantándose con elegancia y contemplándose en el espejo—. Ven, acompáñame al jardín el príncipe Ahmed debería llegar pronto.

Clarice, con respetuosa expectación, siguió los pasos de Geverhan. La joven estaba fascinada por la sabiduría y la gracia de la mujer a la que servía, comprometida a aprender cada detalle, especialmente el idioma que se deslizaba entre sus labios.

—¡Atención, el príncipe Ahmed ha llegado! —anunció con solemnidad uno de los guardias, interrumpiendo la tranquilidad del momento.

El sonido de los caballos y el carruaje llegando atrajo la atención de todos. Clarice, al reconocer la importancia del momento, inclinó respetuosamente la cabeza en dirección a la familia real.

—Mi querido Ahmed, es un placer verte aquí —saludó Geverhan, permitiendo que el príncipe besara su mano antes de colocarla sobre su frente.

—Tía, la razón de mi alegría —respondió Ahmed con una sonrisa radiante.

—Madre —añadió, abrazando a Geverhan con afecto, gesto que fue correspondido con gusto—. Te ves tan hermosa como siempre.

—Geverhan, mi niña —saludó la madre de la sultana.

Clarice, en silenciosa observación, alzó la mirada para apreciar a la familia. La última en saludar fue la madre del príncipe, una mujer hermosa. Como cualquier otra criada haría sintió nerviosismo y curiosidad de ver al príncipe quedando un poco decepcionada pues era un poco menor que ella, y a pesar de que irradiaba una presencia única. Ella había fantaseado con un príncipe mayor, de rostro maduro y expresión ruda.

Supo que había estado mirándolo por mucho tiempo cuando sus miradas se encontraron en un instante, y en ese intercambio silencioso, sintieron la chispa de una conexión instantánea. No pronunciaron palabra alguna porque estaba prohibido para ella, pero el lenguaje de sus miradas habló de emociones que ambos apenas empezaban a comprender.

—Vamos adentro, deben estar agotados... —dijo Geverhan, tomando el brazo de su madre y dirigiéndose hacia el imponente castillo—. Clarice, ¿los aposentos están listos como te pedí?

Derniere danse ii |Sultan Ahmed.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora