–¡Papá, espérame! –un grito lleno de angustia, miedo, llanto, todo mezclado en su pequeña garganta inflamada, ya con flema. Sus labios pálidos se sumergen en la humedad de las lágrimas y los mocos que caen sin cesar de su nariz.
–¡Papá, me caigo papá, espérame! –pero su papá no lo escucha. Imposible escucharlo. El camino oscuro y misterioso es el único que puede escucharlo en ese instante. Nadie más.
–¡Papaaaá! –grita más fuerte, pero su voz se ahoga en el llanto, en el agotamiento. Sus ojitos dilatados solo ven el camino bañado de azul renegrido, descubriendo la hilera de pinos torcidos por el viento, tan negros como la noche, casi tan tenebrosos como el camino.
–¡Papaaaaá, me duele, suéltame, me caigo! –Pero ellos corren. Desesperadamente. Corren. Con el aliento retenido, aún con la imagen del horror teñida en la pupila, el niño corre, como puede, como sabe, a los tropezones, dando zancadas, casi cayéndose.
–¡Papaaaaaá! –grita el niño con la voz agitada cargada de llanto y espanto. Su manito es aferrada por la mano fuerte, gruesa y adulta, que lo tironea.
Corren. Por el camino oscuro y frío bordeado por la negra y acechante arboleda, corren sin sentir las piernas. De los árboles se escucha el viento que sopla, murmurando temor. Murmurando misterio. Murmurando muerte.
El aire frío golpea el rostro del niño que ha palidecido en cuestión de segundos. Su corazón bombea aceleradamente, no a causa de la agitación, sino del miedo, del estupor, del horror. Intenta acomodar su pequeña y frágil mente de nueve años, pero lo traen a tirones, como si el otro quisiera llevárselo lo más lejos posible.
¿Hacia dónde iban?, reflexionó como pudo. E inmediatamente preguntó: "¡Papá!, ¡papá!, ¿por dónde vamos?" Sin respuestas. No se detuvo, ni siquiera se volteó a mirar en qué condiciones iba el niño. No le importaba demasiado. Lo único que al parecer importaba era alejarse de inmediato.
Ese camino había sido desconocido para el niño hasta ese instante. A diario pasaban por allí todas las noches, cuando regresaban de trabajar con su padre, en el taller. Y no tenía idea hacia donde podría llevarlo. Había observado el camino de reojo cada noche de regreso, imaginándose qué misterios esconderían sus árboles, su oscuridad, su silencio. No pocas veces habían pasado por sus pensamientos historias fantásticas... y ahora estaba sobre él, huyendo despavorido.
La huida había comenzado hacía unos cinco minutos, en el último cruce antes de llegar al camino que lo llevaba luego hacia su hogar. La calle Principal, como se la conocía, llegaba hasta el camino que bordeaba un canal de desagüe. Pero antes era cruzado por "ese" camino. Su padre había detenido su marcha al llegar al cruce. Sintió "algo" en su piel, una extraña presencia perturbadora acompañada de un ruido que le hizo erizar los vellos de la nuca y los brazos. ¿Un silbido? Inmediatamente escuchó un ruido seguido de un quejido. Su padre detuvo la marcha, siempre sosteniendo la mano del pequeño, que enmudeció al oír también un ruido por la orilla de la calle principal, en medio de los arbustos que allí crecían.
–Espérame aquí –le dijo el padre, y se internó entre los arbustos iluminados en esa noche por la luna llena.
–¡Noo, papá, tengo miedo, no me dejes! –le rogó el niño, pero el padre ya había desaparecido. Tardó unos segundos para salir, gritando horrorizado. Su hijo, paralizado, comenzó a llorar en silencio al ver cómo su padre gritaba, mientras que de los arbustos salía una figura imposible de describir. Antes, también de los arbustos, había sido arrojado un cuerpo, deforme, casi triturado, en donde los huesos podían verse en varias zonas, así como los intestinos y otros órganos que el niño no sabría reconocer.
El padre, gritando aún, tomó al pequeño de la mano y quiso salir huyendo, pero el ente, la cosa, la sombra o lo que sea, lo golpeó por la espalda arrojándolo a dos metros de distancia, haciéndolo soltar a su hijo. El hombre cayó pesadamente, levantado el polvo del camino, lastimándose con las piedras. Fue en ese instante en que esa extraña figura pasó por delante del niño, provocando el horror del muchachito. Unos ojos de fuego lo miraron. Unos ojos que no eran ojos, con pupilas que no eran pupilas, enmarcadas en un rostro apagado, deforme, sin nariz, con un agujero en el lugar de la boca, sin labios, con un color pálido, en donde el rojo fuego de los ojos surgían del abismo negro de dos huecos profundamente lúgubres. Apenas un cruce de miradas que espantó al niño, que seguía llorando, y luego esa cosa, que se movía sin caminar, asaltó el cuerpo de su padre, que se paraba tratando de llegar a su hijo.
–¡Pablo! –logró decir el hombre, mientras luchaba con la cosa, y gritaba, y llamaba a su hijo, y luego repetía desesperadamente: "¡Nooo, nooo, ayyyy, Pablo, nooo, noo!", todo el tiempo. Pablo lloraba, desconsoladamente, también a los gritos, y los gritos de su padre con los suyos se mezclaban en el aire frío y tenebroso de esa noche.
Pablo no quería ya mirar a su padre luchar con esa sombra macabra, no quería escucharlo gritar. Quería huir pero sus piernitas estaban estaqueadas. Se tapó los ojos con sus dos manitos temblorosas, sin darse cuenta que todo el tiempo llamaba a su padre desesperadamente.
La noche azul se tornó terrorífica cuando de golpe la manito izquierda de Pablo fue sujetada por el hombre y empezaron a correr por el camino que siempre al niño le había parecido tenebroso. Lo que menos hubiera deseado es que su padre lo llevara por allí, pero no podía hablar en ese instante para pedirle que se dirigiera por la calle principal. De todos modos hubiera sido inútil hacerle oír algo a su padre. Su padre ya no lo escuchaba, ni a él, ni al viento que susurraba terror.
Difícilmente a esa altura del camino podía verse algo. Los árboles mortuorios ocultaban la luz de la luna, que quería pero no podía alumbrar. Las pupilas de Pablo trataban de adaptarse a la oscuridad, pero el viento no le permitía abrir demasiado los ojos. A medida que avanzaban, de los pinos surgían quejidos agónicos, como de almas en pena, como queriendo liberarse del terror en el que se encontraban sometidos. Todas aquellas fantásticas historias que el niño había imaginado de ese camino quedaban minimizadas por la horrenda realidad que se le presentaba. Parecía estar ingresando en el mismo abismo del infierno, en donde contrariamente a lo que podría suponerse, no era calor, sino un frío mortal lo que inundaba ese sitio.
Seguían corriendo mientras el camino se cerraba. Allí el sujeto soltó la mano del niño. Allí, en donde el camino se cerraba, donde el camino llegaba a su fin, el misterio del camino también se develó. Allí, en donde el viento era más fuerte, en donde balbuceaba extraños sonidos funestos, dejando a las almas en pena soltar su clamor, en donde el frío se hacía sentir con mayor intensidad, en donde los pinos se inclinaban a merced del viento para dejar sus ramas lúgubres. Allí, en donde la noche no producía ningún ruido, salvo el zumbido oscuro del viento. Allí en donde la arboleda cobraba vida, pero traía muerte.
El niño dejó de correr cuando su mano quedó en libertad. Estaba agotado y ya no sabía si tenía miedo de la cosa o del lugar al que acababan de llegar.
–¡Papá! –el llanto del niño llamando a su padre estremeció la noche-¡Volvamos papá!
–¿Volver? Ya no podemos volver –sentenció, dándose vuelta para mirar al niño.
La noche seguía azul renegrido. Seguía aterradora, fría y con olor a muerte. No había más ruido que el viento golpeando los pinos con todas sus fuerzas, arrancándole ramas, desparramándolas por el camino de misterio y de muerte. La noche azul renegrido, aterradora y fría, oyó el grito ahogado del niño al mirar a su padre, que no era su padre, era algo, una cosa, un ente, una sombra, con ojos de fuego.
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Cuentos de terror
KorkuHay un misterio en cada una de las historias de horror que las conecta irremediablemente. Quizás al final, cuando hayas leído todas las historias, puedan develar cuál es es misterio.