Capítulo 9

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Los siguientes días fueron como un avance de las hogueras del infierno: iba al trabajo, volvía a casa, dormía, iba al trabajo…

  Dormir no es precisamente la palabra adecuada para describir las largas horas que pasaba dando vueltas en la cama, y tampoco se puede decir que fueran noches inolvidables. Después de una semana así, tenía el aspecto de un fantasma. Mis colegas, siempre tan bienintencionados, me mandaron a casa con el convencimiento de que allí podría descansar, pero en realidad solo sirvió para empeorar las cosas, puesto que ya ni siquiera disponía de esas pocas horas al día en que podía sumergirme en la rutina del trabajo y dejar de pensar en ella.

  Empecé a pasear por la ciudad y a mirar los escaparates, aunque no habría sido capaz de decir qué veía en ellos. Frecuenté cafeterías llenas de mujeres mayores que se atiborraban de pastelitos de crema. Al tercer día la vi y me llevé un buen sobresalto. Estaba cruzando la calle: solo le vi la espalda, pero la reconocí de inmediato, lo cual no tenía mucho mérito dado que era mucho más alta de lo normal.

  Después de cruzar, echó a andar por la calle principal de la zona de tiendas del área peatonal. Me puse en pie de un salto y dejé sobre la mesa dinero para pagar el café que me había tomado. De reojo, vi cómo la camarera se acercaba a toda prisa, un tanto aturdida, mientras yo salía de la cafetería igual que una velocista de elite. Quién sabe, igual hasta me daban una oportunidad en los Juegos Olímpicos…

  Cuando llegué a la zona peatonal ya no la vi. Seguí corriendo un poco más, con los pulmones a punto de estallar. La calle se bifurcaba: seguí corriendo hacia la derecha, pero no estaba allí.

  Volví atrás, seguí por el otro camino y la vi a lo lejos, en la otra esquina. Estaba entrando en un supermercado. Por supuesto, ella no iba a las tiendas de toda la vida, donde el trato era demasiado personal. Los supermercados le proporcionaban el anonimato que necesitaba.

  Estaba a punto de pararme cuando me di cuenta de que el supermercado tenía dos salidas. Pedí disculpas a mis pobres pulmones y seguí corriendo hasta la esquina. Cuando llegué al supermercado traté de pensar en las cosas que probablemente compraría una mujer como ella: puesto que ella misma había admitido que no cocinaba casi nunca, podía descartar los productos alimenticios y los habituales productos para «amas de casa». Poco a poco, empecé a respirar con normalidad, mientras recorría con paso vacilante los distintos pasillos.

  ¡La sección de delicatessen! Apreté de nuevo el paso, doblé la esquina y eché un vistazo: allí estaba, poniendo dos botellas de champán en un carrito. Deduje de inmediato —aunque de hecho no tenía ningún motivo— que esas dos botellas eran para sus clientas.

  Supongo que lo deduje porque a mí nunca me había ofrecido. La seguí: cogió unas cuantas cosas más, no demasiadas, y se dirigió a la caja. Después de pagar, lo metió todo en una mochila negra de piel y se dirigió apresuradamente a la salida. Evidentemente, tenía prisa. Me pregunté si siempre se comportaría así cuando iba a hacer la compra: como alguien que vuelve a casa a toda prisa para evitar el peligro.

  Solo entonces me di cuenta del gran regalo que me había hecho al aceptar que la invitara a cenar. Por suerte, de vez en cuando cogía un avión y se marchaba a París, pues nadie podía soportar una vida así durante demasiado tiempo.

  Eligió la salida que quedaba más cerca de su apartamento y deduje que se dirigía directamente allí. Si no me doy prisa, pensé, la perderé de vista en cualquier momento. ¡Qué piernas tan largas!

  A medida que me iba acercando, iba viendo las reacciones de la gente al cruzarse con ella. Algunos la miraban descaradamente y un par de mujeres le negaron el saludo de una forma tan poco disimulada que deduje al momento que se trataba de clientas suyas.

Taxi a paris ( Juliantina)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora