Capítulo 2

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Después de suplicarles a los Darcy, para quienes solía hacer de canguro al otro lado del lago, que se quedaran con el cachorro una sola noche mientras pensaba lo que iba a hacer con él, mi sensato hemisferio izquierdo por fin consiguió imponerse sobre mi alocado hemisferio derecho. Natsu Dragneel no solo me traería problemas, sino que vendrían servidos con una tajada de peligro y bastantes lágrimas de postre.

No me gustaba encasillar a la gente, pero sabía que el camino de Natsu y el mío jamás se cruzarían salvo que uno de los dos cediera ante el otro.

Había trabajado muy duro durante mucho tiempo para permitir que el mío acabara en una vía muerta.

Abandoné Sunrise Drive y torcí hacia el camino de tierra y lleno de baches que conducía a la que había sido nuestra segunda residencia, y que ahora se había convertido en nuestro único hogar, mientras continuaban sumándose las razones por las que debía olvidar a Natsu.

Sabía por qué debía apartarme de él, y que no me equivocaba, pero había algo más dentro de mí a lo que le importaba un comino lo que supiera. Algo que no se daba por vencido y que insistía en enviar a paseo a mi instinto. Algo que deseaba con fuerza que Natsu Dragneel formara parte de mi vida, sin importar cuáles fueran las consecuencias o el resultado.

Tanto daba de qué se tratara, lo ansiaba.

Apagué el motor de mi pequeño Mazda fuera del garaje, ya que este estaba lleno hasta el techo de cajas y muebles de nuestra antigua casa, que era cerca de cuatro veces mayor que esta.

En otros tiempos, mi familia nunca se había preocupado por el dinero, pero después de que el negocio de mi padre se hubiera venido abajo, los ahorros desaparecieron y cosas como segundas residencias y vacaciones en Europa se convirtieron en lujos del pasado.

El trabajo de arquitecta de mi madre solo alcanzaba para cubrir lo básico y mantener a flote a una familia de tres miembros, y poco más.

Aun así, aunque hubiésemos dispuesto del mismo dinero que antes, lo de mantenerse a flote a duras penas seguiría aplicándose a la familia Heartfilia.

Llevábamos cinco años viviendo por inercia.

Me puse la camisola encima del bañador para no tener que oír los infalibles y superimaginativos sermones de mi madre acerca de vender la leche antes de que alguien comprara la vaca, y subí los escalones desvencijados del porche delantero al trote.

-Hola, papá -lo saludé, al tiempo que abría la mosquitera.

Tras cinco años, ya no me hacía falta comprobar si mi padre estaba sentado en el viejo sillón azul. Antes de las siete de la tarde, siempre estaba allí, hipnotizado delante del televisor o ensimismado en un crucigrama.

Después de las siete, se transformaba en un chef de categoría, y tenía tal mano para la cocina italiana que nadie hubiera dicho jamás que era noruego.

-Hola, mi Lucy In The Sky -canturreó en respuesta, como llevaba siéndolo desde hacía años.

Era un fan incondicional de los Beatles, y a mí, su segundo retoño, me habían bautizado en honor a su canción favorita, para gran mortificación de mi madre.

Ella era, si es que existía algo así, la antiBeatles.

No sé cómo mi padre consiguió que no uno, sino sus dos hijos llevaran el nombre de una canción de un grupo que marcó una generación, según él, aunque había muchas cosas incomprensibles en la relación de mis padres.

-¿Qué tal el día? -pregunté, solo por costumbre.

Hacía tiempo que los días de mi padre eran todos iguales. Lo único que variaba era el color de la camisa que se ponía y el tipo de salsa que preparaba para la cena.

Estaba a punto de contestar cuando sonaron las primeras notas de la cancioncita del programa Jeopardy! y, como un reloj, mi padre se levantó de su asiento y se dirigió a la cocina a grandes zancadas, como si acabara de declararle la guerra.

-La cena estará lista en media hora -anunció, mientras se ataba el delantal con suma ceremonia.

-De acuerdo -dije, preguntándome por qué, después de tanto tiempo, todavía echaba de menos la relación que mi padre y yo habíamos tenido-. Voy a darme una ducha y bajo a poner la mesa.

Me lancé hacia la escalera en cuanto oí el repiqueteo de unos tacones aporreando la grava del camino, pero fue demasiado tarde.

-Lucille -La puerta del porche se abrió y entró un ineludible frente frío, también conocido como mi madre-, ¿adónde vas con esas pintas?

-Al circo -contesté.

La reina de hielo se volvió subpolar.

-Pues a juzgar por cómo vas vestida, o medio vestida, y teniendo en cuenta tu descendente nota media de los últimos años, diría que labrarte una carrera en el trapecio no es una idea descabellada.

Sus palabras ya ni siquiera conseguían hacerme daño, apenas dejaban una herida superficial.

-Me alegra saber que estoy a la altura de tus expectativas - contraataqué-. No te preocupes, ya te enviaré una postal cuando alcance el estrellato con el Cirque du Soleil.

Defensora a ultranza de decir la última palabra, di media vuelta y subí la escalera a toda prisa antes de que la cosa se pusiera tensa de verdad.

Aunque lo único que hacía era posponer lo inevitable. Retomaríamos la discusión donde la habíamos dejado en menos de media hora, cuando mi padre hiciera sonar el cencerro. Se iba a armar una buena en la cena.

Cerré la puerta de golpe, me apoyé contra esta y me obligué a respirar hondo. En realidad, aquellos ejercicios nunca lograban tranquilizarme como deberían, pero consiguieron que me apartara del abismo lo suficiente para poder pasar página, con la esperanza de no encontrarme a mi madre en la siguiente.

Soy muy consciente de que la mayoría de las adolescentes creen que sus madres las odian y que su único objetivo es hacerles la vida imposible.

Lo que ocurre con la mía es que ella lo hace de verdad.

A Odiarme, me refiero, y desear que mi vida acabe algún día tan arruinada como yo he arruinado la suya.

Ella no siempre ha sido así, es decir, la personificación de una mujer de carrera, seca, castradora y odia-hijas.

En realidad, el día que mi padre se convirtió en medio monje de clausura con ciertos problemas graves, perdí a la mujer que solía dejarme notitas en la servilleta, dentro de la fiambrera, firmadas con un « Mamá».

Esa persona no iba a volver, pero yo seguía deseando que lo hiciera cada vez que deslizaba la bandeja en la cola de la cafetería y cogía un puñado de servilletas.

Nalu - CRASH (Adaptación)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora