Ironías del destino - Axel Kinbal

2 0 0
                                    


¿Por qué? ¿¡Por qué!?

Corría de forma descontrolada bosque a través durante más de una eternidad sin rumbo ni sentido. Espada en mano, robada de un importante Sir y presunto asesino del maestre. Por favor, ¿Cómo íbamos a explicar todo eso? Celphos seguía encima de Ayah transportado como si fuera un carnero muerto. Si por alguna de las casualidades fallecía, nosotros nos reuniríamos con él sin duda. Mi corazón parecía explotar en cualquier momento.

-¡Basta, alto!- exclamó Ayah mientras le abandonaban las fuerzas por completo. Todos paramos y comprobamos el estado de salud del maestre.

-Grave- diagnosticó René-. Parece que tiene varias costillas rotas por el impacto. Si no encontramos un lugar para atenderlo será nuestra primera y última misión.

También ella parecía preocupada. Todos lo estábamos. Ayah se tomó su tiempo para recuperarse totalmente de sus rodillas fracturadas mientras nos asegurábamos de que ya no nos seguía nadie.

*-Mirad, justo ahí detrás.

René señalaba con el dedo una edificación levemente iluminada que dejaba verse tras la arboleda. Cogimos con sumo cuidado al maestre y nos dirigimos a ella con la esperanza de poder atenderlo allí.

¿Qué diablos era eso?

La penumbra y la humedad convertían el lugar en algo realmente espectral y terrorífico. Sin embargo, unos cánticos que nacían de su interior parecían darme paz. Algo cálido, casi hogareño, que guardaba en un segundo plano los miedos que pudiera tener.

El porche era bajo y estaba adornado con pequeños arcos que se extendían toda su longitud. Las grandes vigas de madera presentaban un color apagado, casi ceniza, sin embargo conservaban toda su robustez a pesar del abandono aparente del lugar. El tejado japonés amenazaba imperioso desde todo lo alto del edificio cual fauces de cocodrilo hambriento. Contemplé con asombro el juego de luces y sombras que parecían embriagarme.

No, no estábamos viendo ese lugar, él nos estaba viendo a nosotros.

-Parece abandonado. Deberíamos buscar el poblado más próximo- me excusé intentando disimular mi incomodidad.

-Si no encontramos ayuda aquí, el maestre Celphos fallecerá... él no es un Ser Oscuro como nosotros.

Las palabras de Ayah (por desgracia) eran acertadas y decidimos aproximarnos con precaución al gran portón de madera de la entrada principal.

La oscuridad de su interior era violada por unas infantiles velas que jugueteaban con las sombras de forma tímida. Un gran Buda dorado descansaba en la parte central, justo al fondo, con una de sus palmas alzadas y la otra en su regazo. Su rostro, al contrario que otras imágenes del Dios, no parecía tener el mismo porte afable. Su sonrisa dibujaba un rastro amargo y las sombras serpenteaban sobre sus pómulos que le hacían cobrar vida. La inmensa sala principal estaba cubierta por un manto de monjes en posición de rezo, con sus túnicas amarillentas por el tiempo.

Completamente intimidada, René avanzó unos pasos para acercarse a uno de ellos.

-Lamento muchísimo la interrupción, pero necesitamos ayuda urgentemente, ya que nuestro...- le susurró mientras apoyaba su mano en el hombro.

El monje cayó a un lado con un rostro cadavérico descompuesto, de piel agrietada por el paso de los años, con las cuencas vacías y cubierta de polvo.

Los cánticos cesaron en un instante y las velas amenazaron con apagarse.

-¿Están todos muertos?- las palabras de Ayah rompieron el silencio y rebotaron en la oscuridad.

René barrió con la mirada reservando todo el cuidado posible y asintió con la cabeza.

-¿Qué clase de sitio es este? ¿Me estás diciendo que hay cien monjes muertos que hace un instante estaban cantando y rezando?

¿Qué estaba preguntando? Era evidente que era así, de la misma manera que sabía que no obtendría ninguna respuesta lógica.

-Avancemos- dijo René para mi desgracia-. Alguien tiene que custodiar o mantener el templo aunque solo sea para mantener las velas encendidas.

Rodeamos a los cadáveres que permanecíaninmóviles en el centro del templo,arrastrándonos por uno de sus laterales con losojos bien abiertos. Una de las habilidades de mi familia, los Hendor, me permitían agudizar mis sentidospara así poder ver, escuchar y olera un nivel superior a cualquier otro Ser Oscuro. Así pues, la humedad invadió mi olfato y el polvo acumulado hizo que me frotara la nariz. Puededetectar el olor de carne momificadade los cadáveres que calculé que llevaban ahí más de cincuenta años. Sin embargo,lo que más me inquietabaera el no escuchar nada. Nada. Ni el viento del exterior. Solo mis pensamientos.

Deambulamos con sumo cuidado hasta las faldas del Buda, encontrando allí una entrada en una apertura lateral que estaba tapada por una cortina hecha de cristales, unidos por un hilo plateado.

Escaleras de piedra irregulares fueron atrapando mis pies pasillo abajo a cada paso que daba. Sin luz, eterno y oscuro, descendía perdido en el tiempo y en el espacio como si me engullera una serpiente. El camino moría por fin en una minúscula sala iluminada por un fuego casi extinguido. Observé un instante la llama, mas pareció advertirme de algo. Pinturas desdibujadas en las paredes contaban algún tipo de batalla entre multitud de guerreros y cadáveres pintados con rostros de agonía y crueldad. Pasé por alto las runas indescifrables y observé los dos sarcófagos que descansaban verticalmente en dos hendiduras en la pared. Sin embargo, mis ojos se interesaron más en las empuñaduras de dos dagas que descansaban clavadas cada una en la mitad de su sarcófago.

-No... no hay salida- dijo René titubeando por primera vez.

-Mira esos sarcófagos- respondí abrumado por el misterio-, rodeados por piedras preciosas y con esas puertas de oro macizo... ni el polvo se ha atrevido a tocarlos.

Y no pudimos decir nada más, ni pensar... y menos evaluar qué hacíamos allí ni el por qué de nuestros comportamientos. Era como si no fuéramos dueños realmente de nuestros actos, y Ayah nos sorprendió con algo que cambiaría nuestros destinos para siempre. Había dejado a Celphos a un lado como si ya no le importara lo más mínimo, tenía una daga en la mano y la observaba como si fuera el objeto más precioso de este mundo. La había sacado del sarcófago de la derecha. Ni me había dado cuenta de cuándo lo había hecho.

Una explosión manó del interior y estrelló la tapa en una de las paredes partiéndola en mil pedazos, mientras que Ayah seguía mirando absorta la daga que tenía en su mano. Grité algo sin saber qué pretendía con ello, hasta que lo vimos a él y se hizo el silencio.

Del interior había salido un hombre ("hombre" por decir algo) porque su figura era más bien divina; su piel relucía como si tuviera diminutas escamas brillantes de serpiente y su altura rozaba los dos metros. Su cuerpo era escultural, musculoso, terso y perfectamente definido, hasta que al fin pude mirarle a duras penas al rostro.

Rasgos duros y mandíbula prominente, ojos azules casi blancos como un día despejado y un rombo brillante decoraban su firme frente. Tenía un cabello larguísimo albino que se extendía por todos lados, casi con vida. Dio un paso firme, tanto que su pisada parecía poder partir el mundo en dos mientras dedicaba unos segundos a ver dónde estaba. Sonrió ampliamente mientras me miraba y dedicó unas palabras tan graves que parecían brotar desde el mismísimo centro de la tierra.

-Ironías del destino- dejó sus palabras grabadas a fuego en nuestras mentes mientras subía las escaleras, desnudo y de forma majestuosa.

A penas nos dimos cuenta de nada, yo no por lo menos, y tan solo pasaron unos escasos minutos hasta que René extrajo la segunda daga del ataúd de la izquierda. No me dio tiempo a advertirle o disuadirla, o quizás no supe hacerlo a tiempo. La puerta salió despedida con gran estruendo y otra figura salió de su interior, ligeramente más menuda, más atlética y con un rostro serio y desafiante. Portaba un rombo negro en su frente del mismo color que su larga cabellera oscura.

"La noche y el día", pensé. La figura se tambaleó unos instantes y observó ambos ataúdes vacíos hasta devolverme la mirada. Fue lo último que recuerdo. Fui literalmente atropellado por su puño.

Seres OscurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora