Capítulo VII - Saúl (I)

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Saúl no tardó mucho en salir, pero se tomó un poco de tiempo para ojear a toda prisa el expediente de Samara, mientras trataba de organizar sus propias ideas. Sintió una intensa necesidad de salir detrás de Annette, contagiado repentinamente del instinto paternal que solía despertar en él, justo después de conversar con Marcos.


Al principio, no comprendió su propia necesidad de releer un legajo de análisis e informes que ya casi se sabía de memoria. Pasó a toda velocidad por los apuntes preliminares de las primeras páginas, todas aquellas expresiones técnicas que creaban un contexto clínico, pero que a la hora de la verdad no servían para conocer a fondo a los pacientes.


Miró sin leer frases sueltas: «Samara Morris... 25 años... pensión por orfandad... comportamiento esquizoide... episodios disociativos... apuntes en libretas sin numerar... repetición constante de juegos de palabras... El nombre del padre, Óscar Mauricio Morris, intercalado con anagramas y otros nombres de semejanza fonética, Carlos Samuel, Marcos Ramírez, Ricardo Manuel... constantes lagunas de memoria, cambios drásticos de vestuario... inscripción en Casa de Reposo X... seguridad mínima... episodios de fuga... hospitalizaciones... se sospechan episodios relacionados con prostitución, abuso de drogas, peleas callejeras, etc.». Uno de los últimos apuntes preliminares lo seguía dejando frío: «Remitida al consultorio del Dr. Saúl Hernandez por parte de la trabajadora social...».


Al final, comprendió que no encontraría allí nada que pudiera ayudarlo. Mientras iba en busca de su abrigo, colgado en el viejo perchero que le daba a su consultorio un aire de despacho inglés, tipo 221b de Baker Street, empezó a sospechar que aquella sería una noche larga, extremadamente larga; y que lo que acababa de leer, aunque lo hubiera hecho a toda prisa, no haría más que despertarle recuerdos puntuales de aquel caso, un solo caso dividido en tres, una especie de tragedia en tres actos. La sospecha que agitaba su corazón en ese instante era algo que en el gremio de la psiquiatría siempre le había parecido difícil de admitir por parte de sus colegas.


«Me equivoqué. Cómo pude ser tan ciego, ¡me equivoqué!».


El viejo es muy débil, puede dañar a Samara si se quiebra, había dicho Annette. Él, hasta esa noche, había creído que Marcos era una personalidad creada a raíz de la trágica muerte del señor Óscar Mauricio Morris, una personalidad controladora.


«Pero me equivoqué. Marcos jamás tuvo la intención de controlar, ni la capacidad para proteger».


El viejo es muy débil... muy débil... muy débil.


«Fue Annette, todo el tiempo fue Annette... ¡¿Cómo fue posible que no lo viera?!... ¡¿Cómo fue posible?!...».


Pero sabía, por supuesto, cómo había sido posible. Los escotes de Annette, sus minifaldas, sus botas hasta las rodillas, sus movimientos, su modo de mirarlo. Después del terrible estallido de esa última sesión era absurdo seguir negándose a sí mismo por qué había sido tan ciego.


Luisa dio un brinco nervioso en su puesto de la recepción cuando Saúl salió del consultorio y cerró la puerta tras él. Parecía alterada, asustada.


—¿Te dijo algo al salir? —le preguntó Saúl.


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