CAPÍTULO I - SAMARA (I)

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Bajo la intensa y fría lluvia que baña las calles de la ciudad hasta convertirlas en espejos grises, un bus se detiene bruscamente ante la luz del semáforo. La sacudida empuja a Samara contra el respaldo del asiento frente a ella, y el fuerte golpe en el mentón la despierta por completo.


«¿Otra vez me quedé dormida?», se pregunta, tratando de mirar su propio reflejo en la ventanilla empañada a su derecha.

 
Confundida, mira a los pocos pasajeros que la acompañan. No puede ver sus rostros desde el penúltimo asiento, cercano a la puerta plegable, pero sospecha que todos tienen caras tristes, caras que hablan sin palabras, caras de maldita sea voy a llegar tarde otra vez y ahora sí me van a echar, caras de por qué tenía que llover así precisamente hoy, caras de mi vida es una porquería si tuviera un carro todo sería más fácil.

 
Otros días ha llegado a preguntarse cuántas de esas personas conocen a Saúl o a alguien como Saúl. Cuántas personas se sientan frente a él, mujeres de piernas cruzadas, hombres de piernas abiertas, o se recuestan en el diván y proyectan en la blancura del techo recuerdos de infancia, adolescencias rebeldes, dolorosas transiciones a una vida adulta sin propósito y sin gracia. Sin color. Sin sabor.


Mientras se soba en el lugar del golpe, Samara tiene la sensación de que hace unos segundos, unos cinco segundos o menos, había más gente con ella en el transporte público.


«¿Cuánto tiempo me habré dormido?», piensa y luego se corrige: «No me quedé dormida. Me distraje un momentico, nada más».


La pequeña duda se convierte en miedo, como si de pronto se le hubieran congelado las piernas. No puede permitirlo. No quiere que Saúl la mire como el otro día y que en sus ojos se note lo que piensa de ella. Lo que tal vez sospecha desde la noche en que la encontró asomada al balcón, con casi medio cuerpo afuera, mirando con ojos vacíos los quince pisos que la separaban del suelo.


«No es nada», recordaba cuando había tratado de calmarlo esa vez. «Me gusta el fresquito que viene de abajo, eso es todo».


Siempre le había parecido fácil leer en las caras de los demás, tan fácil como leer en su Kindle en la oscuridad, pero leer la cara de Saúl era más que fácil: su rostro era siempre un grito, una súplica o un pozo de desolación y de tristeza, que de inmediato saltaba a la vista. Un rostro que le agrada siempre, unos ojos verdes que la paralizan siempre desde atrás de sus finos lentes redondos, una boca de finos labios que ella quisiera, a veces, sentir bajando por su cuello, despacio, rumbo al Triángulo de las Bermudas de su escote.


Si él se entera de que se quedó dormida en un bus, si descubre que en su reloj digital de pulsera son las 12:15, con la sensación de que hace cinco segundos eran las 11:30, Saúl volverá a mirarla como ese día y en su rostro saltará a la vista de inmediato lo que piensa de ella, lo que sospecha, lo que tal vez...


«Lo que tal vez ya sabe», dice una voz en la mente de Samara, una voz que no se parece a la de su propio pensamiento. Una voz de hombre, fría y clara, que la hace pensar por un instante en el tono tranquilizador pero severo que empleaba su padre para darle consejos. Mientras pasa una mano temblorosa por el vidrio de la ventanilla para desempañarla, una frase escapa de sus labios:


—No hay nada que saber.


Por el rabillo del ojo ve que alguien, la niña rubia que va junto a su madre a tres asientos de distancia, vuelve hacia ella la cabeza, como si la hubiera escuchado.

 
A través del vidrio por el que se deslizan rápidas y translúcidas salamandras, ve letreros de neón distorsionados por el agua, ve siluetas que avanzan en direcciones opuestas bajo la precaria protección de sus paraguas, pero ve sobre todo que ya está muy lejos del paradero donde debía bajarse.

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