1. ¡Esa santa descarada!

511 58 3
                                    

Emilio aventó los papeles del laboratorio y no le importó que su mejor amigo y doctor; Luca Valente, le viese con aspecto un tanto preocupado.

—Esto es serio, Emilio —le recordó—, tienes que ponerte en control ahora o...

—Vale, lo haré la siguiente semana —se escondió las manos dentro de los bolsillos de su pantalón y oteó el exterior con gesto pensativo.

Era la primera semana de noviembre y había empezado a llover.

—Eso me dijiste la semana pasada.

—He tenido demasiado trabajo —se justificó, pero ambos sabían que no se trataba de eso.

Emilio se negaba a creer que había heredado la enfermedad de su padre; siempre había sido un hombre con una dieta estrictamente saludable y se ejercitaba los siete días de la semana. ¿Cómo es que ahora, con veintisiete años, le diagnosticaban diabetes?

—Eso es una excusa ridícula.

—Te he dicho que será la semana siguiente, Luca —respondió, un tanto enfurecido por la insistencia de su amigo.

Pero justamente por eso era su amigo, porque el Valente no se callaba y le decía las cosas en su cara tal como debían de ser, pero, cuando estuvo a punto de replicarse la posición que estaba tomando en cuanto a su enfermedad, alguien entro por la puerta.

Emilio se giró enfurecido porque odiaba que le interrumpieran, sobre todo si aquella intromisión no se le había advertido con anticipo. La pobre Olivia, su secretaria, estaba por recibir la peor riña de aquel día cuando algo más captó la atención del hombre e hizo que se detuviera de súbito.

Una mujer.

Una que no pasó desapercibida delante de sus ojos.

Era joven, estatura promedio y tez blanca. Ojos marrones, profundos y poblados de largas y húmedas pestañadas. Mejillas pálidas y pómulos firmes que ahuecaban ojeras profundas. La barrió en seguida con la mirada; vestía pantalones oscuros de mezclilla y una camisa holgada con tenis encharcados. Entrecerró los ojos mientras la inspeccionaba. No podía cruzar los veinticinco y dudaba que fuese capaz de llegar a los veintitrés.

Y, aunque de pronto aquella mujer se le hizo tan lejanamente conocida, tuvo que sacudir la cabeza para reaccionar y enterrar esa idea... aunque conociéndose, empezaría a divagar después.

—Lo siento, señor Arcuri, pero la señorita... —intentó explicar Olivia, asustada por la reacción que podría tener Emilio, y no porque fuese un ogro con su personal, sino porque los últimos dos meses estaba más irritado de lo normal.

El Arcuri, ataviado dentro de una posición enérgica, levantó la mano para silenciarla y caminó en dirección de la intrusa.

— ¡¿Quién demonios se ha creído que es para irrumpir en mi oficina?! —le clavó una mirada pulverizadora y la joven apenas reaccionó con un respingo.

Fue entonces cuando se dio cuenta que estaba empapada de agua y temblaba. Todo de ella lo hacía, incluso aquellos pequeños y rosados labios que a Emilio de pronto les pareció ridículamente interesantes.

— ¡Hable! —le pidió en un grito al ver que ella no respondía—. ¡¿Es que tiene pies para burlar la seguridad de este edificio pero no tiene lengua para responder?!

—Yo...yo... —los labios de la que aparentemente parecía ser una pobre y veinteañera muchacha, seguían titiritando sin control.

— ¡¿Usted qué?! —Bramó—. ¡Hable de una buena vez!

Ella, con los ojos apagados y la voz a un delgado hilo de romperse, murmuró creyendo que él no sería capaz de escuchar.

—Yo... estoy esperando un hijo suyo.

El hijo del ItalianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora