Capítulo 5

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El camino a la heladería brillaba iluminado por la luz del sol. Las pintorescas casas amarillas del pueblo estaban llenas de alegría, desde niños jugando en las calles hasta ancianos viendo la vida pasar. Todo se sentía tan pacífico y alegre, el verdadero sentimiento del verano. Thoma y Ayato caminaban sincronizados, sin soltar ni una palabra, contando sus pasos hasta la heladería casera que los esperaba en la esquina de la calle. Al entrar, un aire frío les erizó la piel y un alegre señor los saludó desde el otro lado del mostrador.

— ¡Thoma! ¡Tanto tiempo! - exclamó el señor con una sonrisa de oreja a oreja.

— Hola Arnaldo, me alegra verlo otra vez, la heladería se ve bellísima como siempre. - respondió con una cálida expresión, saludando sonriente al hombre del otro lado del mostrador.

— Me alagas joven, ¿a quien traes por aquí?

— ¡Oh! Este es mi amigo Ayato. Waka, te presento Arnaldo, hace los mejores helados del mundo desde que tengo memoria. - respondió el rubio, codeando al mayor y mostrándole dramáticamente al señor que tenia al frente.

— Un placer conocerlo señor, ya tengo las expectativas altas para probar sus helados. - rió el mayor en respuesta.

— En ese caso adelante, ¿que les sirvo?

Los jóvenes escogieron sus gustos de helado y se sentaron en una de las pequeñas mesitas al lado de la entrada. Al parecer el día no estaba muy ocupado, ya que Arnaldo pudo darse el lujo de acercarse y hablar un tiempo con ambos.

— ¿Como va el negocio? ¿Los niños de esta generación también se vuelven locos por tu helado de crema azul? - preguntó Thoma, recordando su infancia con nostalgia, cuando corría a toda velocidad para ser el primero en comprar uno de esos grotescos helados azules cubiertos de colorante que los niños tanto amaban.

— ¡Por algo es el más vendido! Algunas cosas nunca cambian. - rió el señor con cariño. - Ahora, cuéntame, ¿porqué trajiste un amigo esta vez? No que su presencia no sea bienvenida, solo me causa curiosidad ya que usualmente venías solo o con tu padre.

— Algunas cosas sí cambian Arnaldo, ya no hacía muchas cosas con mi padre y no había mucha gente de mi edad, entonces lo único que quedaba era ayudar a mi abuela en la casa. Se quejaba a diario que no estaba disfrutando la playa. - respondió el menor un poco avergonzado.

— Todavía me sorprende tu inhabilidad de estar solo, si no es un humano es un perro. - rió Ayato, escuchando atentamente la conversación, intentando pescar datos sobre Thoma cuando pequeño.

— ¿Los dejan tener perros en los dormitorios de la escuela? - preguntó Arnaldo sorprendido.

— Claro que no, a la directora le daría un paro cardíaco. - respondió el mayor, entre sonriente y asustado. - Hay unos perros callejeros a la entrada que Thoma va a alimentar todas las semanas.

— Aw, ese es el Thoma que yo recordaba, como esa vez cuando eras pequeño que te sacaste la ropa y se la pusiste al perrito de la esquina. Parecías satisfecho, pero recuerdo que tu madre te perseguía por todos lados para ponerte algo encima.

Ayato rió especialmente alto mientras el rubio lo miraba sonrojado, en parte por la verguenza y en parte porque verlo reír de esa manera despertaba todas las mariposas que residían en su estómago.
Arnaldo miro de reojo la reacción del menor y unos cables conectaron en su cerebro, levantándose rápido y soltando una despedida improvisada.

— Bueno jóvenes, necesito terminar algunos asuntos de la tienda, los dejos solitos. ¡Pórtense bien!

Así sin más Arnaldo volvió a la tienda, pensando que había interrumpido una cita o algo por el estilo.
Thoma y Ayato se extrañaron un poco, pero volvieron rápidamente a atacar sus cremosos helados caseros. Con el calor y los hambrientos adolescentes, los helados no duraron mucho, y en cuestión de minutos ya habían terminados hasta el cucurucho.

— Tenías razón, este es el mejor helado que probé en mi vida. - soltó Ayato con una mano en la panza y una sonrisa boba por comer de más.

— Yo nunca miento Waka, lo de Arnaldo es increíble. - respondió Thoma en la misma pose que su amigo.

— Bueno, todavía no me dijiste quién te gusta, ocultar la verdad es lo mismo que mentir querido. - soltó Ayato con los ojos entrecerrados, fingiendo analizar al joven que tenía enfrente.

— Eso no es mentir, solo es... no mencionar algunos hechos irrelevantes. - retrucó Thoma nervioso, sintiendo como sus mejillas se calentaban.

— Como diga el experto. - burló Ayato, con su conocida sonrisa juguetona que helaba la sangre de muchos.

— ¿Vamos volviendo? ¿O quieres pasear un poco más?

— Podemos ir volviendo, de cualquier forma hay que pasar por el pueblo para regresar.

— Si quieres podemos tomar otro camino un poco más largo, así paseamos un ratito más. Tenemos tiempo después de todo. - propuso Thoma.

— Después de ti. - señaló Ayato, listo para conocer más de ese simpático pueblo.

El patrón de casas amarillas que habían visto al entrar pareció dispersarse al adentrarse por las angostas calles del pueblo. Los colores pasteles llenaban el ambiente con alegría y la gente parecía tranquila al observar a los jóvenes pasar.
Ayato caminaba despacio, absorbiendo el dulce aire que lo rodeaba y observando con atención su entorno. Se sentía estúpidamente feliz. Estaba pasando unas increíbles vacaciones con su persona favorita en un lugar que nunca habría visitado de alguna otra manera. Distraído con su entorno, Ayato no se daba cuenta lo cerca que estaba ahora de su amigo, quien también caminaba en silencio, observando sus alrededores. Ese transe en que ambos se encontraban se vio pausado por un pequeño roce que tuvieron sus manos. Ese pequeño toque no intencional hizo que electricidad suba por el brazo del mayor como un corto circuito, sonrojándolo al instante. La tentación de tomarle la mano era gigante. No lo hacía porque no quería poner a nadie incómodo, pero no pudo evitar imaginarse cómo sería caminar por esas mismas calles con sus dedos entrelazados y con una cariñosa cercanía. Un pensamiento patético pero que se veía teniendo una y otra vez.
Al parecer, Thoma también sintió ese rayo de energía, pero sus decisiones fueron diferentes. Lleno de timidez, el rubio levantó únicamente su meñique y rozó la mano del peli azul. Este entrelazó su propio meñique con el del menor, ambos sonrojados, pero convencidos de que no hablarían de esto una vez llegaran a casa. Solo un cómodo momento que atesorarían como un pequeño granito de oro. Continuaron caminando sin soltar una palabra ni hacer nada al respecto. Ambos estaban deseando que ese momento durara un poco más, por lo que no pudieron evitar sentirse decepcionados al ver la casa de playa de Gloria a pocos metros de distancia. Ayato fue el primero en soltarse, rompiendo el silencio por primera vez en todo el camino.

— Hey, Thoma, ¿porque no vamos mañana a la isla? - preguntó el mayor con un tono más tranquilo de lo usual, todavía lleno de nervios.

— Me parece una buena idea. Espero que te guste tanto como me gusta a mí. - respondió Thoma con una brillante sonrisa y un rubor en sus mejillas.

Y así llegaron a la casa, aún con el corazón a mil y con un millón de ideas en la cabeza.

Entre la costa y el mar - Thomato Donde viven las historias. Descúbrelo ahora