Acaban de venir a preguntarme por mi última cena. He pensado en darme un homenaje. Quiero que me traigan de la morgue un encéfalo fresco, un pulmón y un corazón aún latente. El guardia me ha mirado con cara repulsiva, pero tiene que aceptar, así que estoy ansioso por catar un último órgano.
Empecé a escuchar ruidos desde el fondo del teatro. Aún tenía media cara de aquél tipo colgada de mi mano, con sus dientes clavados en mis dedos. Venían a matarme, pero no iba a dejarles.
-Venid a por mí, hijos de puta.
Sabía que no iban a hacerme nada. Porque me sentía inmortal. Me sentía poderoso y con más fuerzas que nunca. Quizá Satanás me haya poseído.
Saqué la Colt 1911 y apunté con el único ojo que me quedaba. El primero que entró, recibió un disparo en el cuello, y el segundo, en el corazón.
Cuando conseguí ver entre la oscuridad, me di cuenta de que yo no había matado a quien quería. Eran dos chicas jovenes, gemelas y muy guapas. Las dos tenían el pelo de un color rojizo. Las chicas con el pelo de ese color siempre han sido asesinadas y sacrificadas, puesto que el color del pelo se suponía era robado de los fuegos del mismísimo infierno. Mi esposa era pelirroja y mi hija heredó su pelo. Cuando las ví a las dos juntas, agarradas de la mano y con los ojos vendados, con un camisón de seda para hacer al diablo más susceptible a sus encantos, hice lo que cualquier persona haría.
Les quité la venda y les cerré los ojos. Después caí de rodillas, y empezó a caer sangre por mis dos ojos. Ahora sí me había dado cuenta de lo que era.
Yo era el auténtico Anticristo.