Prólogo II: El rey amargo (continuación)

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Faridil puede ser un Qendi, pero su naturaleza mágica tiene mucho que ver con la luz, como la mía propia, y está menos conectada a la naturaleza y a los árboles que la de otros de nuestra especie y más ligada a los espíritus, y al sol y las estrellas.

Él y yo nacimos con una fuerte conexión a la dimensión espiritual más que a la física, cosa que no suele ser común incluso para los elfos, aunque tampoco sea inaudito. Y ello tiene sus ventajas y sus limitaciones.

Entre estas últimas: que no estamos ligados a los árboles o al bosque tanto como lo están el resto de los elfos, ni a la tierra o al plano físico y sus ciclos naturales.

Requiere una cantidad inmensa de energía por nuestra parte realizar una transformación de persona a árbol y viceversa. De persona a animal sería más fácil, pero poder hacerlo demanda entrenamiento que él ha descartado porque «le aburría».

La luz es nuestro campo de batalla natural, y en ella podemos llegar a ser imbatibles, al igual que en la dimensión de los espíritus. Y la magia arcana neutral, como lo son las runas o los conjuros elementales, se nos da bastante bien.

Pero la druídica es otro cantar. Esa está ligada a la tierra y a lo físico. Aunque incluso para un Centinela, a los que los mortales a veces llaman druidas, ello sería un hito impresionante.

Convertir la carne en madera es algo que se ha hecho en contadas ocasiones, ya que requiere una magia muy potente y una conexión con la naturaleza muy intensa. Pero de mi sobrino, a estas alturas, debería sorprenderme muy poco.

Es la persona más impredecible que he conocido nunca.

El shock tarda unos minutos en pasárseme.

—¿Cómo lo has hecho? —pregunto finalmente tras darle vueltas a su situación.

No me extraña que tema la ira de su esposa. Ilaria y su mellizo, Iroha, están muy unidos.

—No sé —suspira—. Estaba haciendo un experimento con unos cuantos potenciadores mágicos. Nada demasiado peligroso, por supuesto —ignora mi resoplido de incredulidad con la experiencia que le han dado los siglos de relación familiar conmigo—, y entonces llegó Iroha y se puso a gritar que si le había robado el collar que le había regalado su abuela antes de morir, y que iba a darme una tunda por ello.

—Faridil...—lamento con exasperación.

—Lo sé, es un dramático —dice él, interpretando mi reacción como le viene en gana. Como siempre—. Intenté explicarle que no se lo había robado, sino que simplemente necesitaba un poco más de magia para poder usar los amplificadores en su máxima potencia, ya que mi maná no bastaba y no quería quedarme seco...

—¿Y qué pretendías hacer con esos amplificadores? —le interrumpo, temiéndome la respuesta—. ¿Para qué necesitabas tanta magia?

Los amplificadores son algo poco común. Posesiones valiosas y preciadas para cualquier mago. Y dudo que él los obtuviera por métodos honorables.

—¡Nada de lo que preocuparse! Ya te lo he dicho —exclama con un mohín huraño—. No hace falta ser tan desconfiado. Solo quería hacerle un regalo a mi esposa, eso es todo.

A saber lo que querría hacer realmente. No se le ocurre nunca nada bueno.

Lo dejo pasar por ahora porque sonsacarle algo que no quiere contarte es difícil, y quiero oír el resto de la historia.

—Continúa —ordeno antes de que se enzarce en alguna retahíla sobre su supuesta inocencia.

Él se queja entre dientes sobre mi «tiranía» antes de volver a hablar y yo, sabiamente, ignoro su osadía y la irritación que me causa.

—En fin —prosigue, huraño—, que tenía planeado devolvérselo, pero él no paraba de decir que había sido un regalo de su abuela muerta, y que todavía contenía almacenado en su gema de poder trazos de la magia de ella, y que yo era un ladrón —dice en tono ofendido—. Lo cogí porque estaba lleno de magia acumulada, pero como él nunca había dicho nada al respecto, no sabía de quién era o que era tan importante.

—¿Fue entonces cuando decidiste convertirlo en árbol?

—¡Ya te lo he dicho, fue un accidente! No lo maldije a propósito...esta vez —añade—. Se abalanzó contra mí, yo me sobresalté y perdí el control sobre el conjuro...y ahora él es un árbol. Y no sé cómo ocurrió —afirma soltando un gemido encrespado—. Un árbol loco y que habla, además, porque no dejaba de insultarme y de intentar pegarme con sus ramas. Y no hay manera de deshacerlo. Lo he intentado todo, tío. Te lo prometo.

Se lleva la copa de vino a los labios de nuevo, nervioso y angustiado. Seguramente pensando en que su esposa definitivamente va a enfadarse cuando descubra al árbol parlante en el que se ha convertido su hermano.

—No debiste haber cogido el colgante sin su permiso —le reprendo mientras se rellena la copa de vino con lo último de la botella, pero sé que mi regañina caerá en saco roto como hace siempre—. Especialmente si era algo tan importante para él. —Él hace un sonido vago que no afirma ni niega nada y yo evito frotarme las sienes con exasperación—. Además, no sabes qué tipo de magia contenía. Podría haber sido de tormenta, o de sombra, u oceánica o de cualquier otro tipo. Deberías haberlo comprobado antes de usarlo. No todas las naturalezas mágicas son neutras y se pueden usar para lo mismo.

—De verdad que no entiendo tanta obsesión con todo eso. La magia es magia sea de la naturaleza que sea. es solo energía, ¿no?

Se encoge de hombros, conscientemente obtuso, y yo rechino los dientes porque, si hay algo que me frustre, es el que alguien no escuche cuando le hablan o que se haga el imbécil y escuche solo lo que le convenga.

Y a mi sobrino le gusta demasiado hacer ambas cosas.

—Llevo siglos diciéndote que tengas cuidado a la hora de utilizar artefactos que hayan acumulado la magia de otra persona —lo regaño sin darme por vencido de que algo de lo que le imparto entre en su dura mollera y algún día le salve la vida. Renuncié a darle clases de magia porque su actitud me resultaba exasperante una vez, y ahora recuerdo bien por qué lo hice—. Te he dicho siempre que tengas en cuenta las distintas naturalezas mágicas y cómo se relacionan e interactúan entre ellas. No debiste haber cogido el colgante, por muchos más motivos que tan solo el de que era importante para el hermano de tu esposa, y deberías de haberlo sabido a estas alturas.

—¡No iba a estropearlo! —se queja él—. ¿Y cómo iba a saber yo que el dichoso colgante contenía magia de su abuela muerta? Ni que fuera yo un Oráculo y pudiera predecirlo.

Le lanzo una mirada airada y él palidece.

Ese tema es un tanto sensible para mí, y lo sabe bien, pero, como siempre, habla y actúa sin pensar.

Mi temperamento se amarga en tan solo unos instantes cuando vuelvo a pensar en esas malditas profecías (la que se me dijo cuando pregunté por mi soledad y la que se predijo luego sobre mi destino) que han colgado sobre mi cabeza y sobre mi vida tanto tiempo.

Y todavía ella no da señales de aparecer.

Me pregunto cuánto tiempo tendré que esperarla.


La reina prometida (romance fantástico elfo/humana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora