Prólogo II: El rey amargo (continuación)

39 3 0
                                    


Aprieto la copa entre mis dedos con amargura, cuyo cristal facetado cruje de manera ominosa en mi agarre, y me bebo lo que queda en su interior de un largo trago.

—Más vino —ordeno a mi ayudante más cercano, que resulta ser Idrael, y este se aleja con un murmullo que no llego a escuchar del todo más allá de las palabras «nuestro hosco Rey quiere más maldito vino del suyo», que le dice a su esposa cuando esta le inquiere a dónde va y por qué no baila con ella.

Su falta de respeto me enfurece, y me guardo el rencor para luego.

Quizá le haga rehacer el inventario anual o lo mande a trabajar con los montaraces una temporada, a patrullar el bosque.

Sé que ello le desagrada, ya que siempre se queja del salvajismo de estos y de sus juegos de tiro con arco (que siempre pierde), y me siento lo suficientemente vindicativo y mezquino como para olvidarme de que ha estado conmigo muchos milenios y que prácticamente nos criamos juntos.

—Bueno, yo voy a estirar las piernas un rato —dice Faridil aclarando su garganta y levantándose de sus cojines. Puede ser muy perceptivo cuando quiere serlo. O tal vez es que mi aura no es sutil—. Avísame si piensas en algo para solucionar mi problema, ¿vale, tío? Nos vemos luego.

—Trae el colgante contigo para que pueda echarle un vistazo a su magia —le digo en tono huraño, dejándolo ir sin más preámbulos—. Mañana por la noche, tras la reunión del consejo.

—¡Perfecto! Pues nos vemos mañana —replica alejándose hacia la linde del bosque, seguramente a meterse en un nuevo lío.

Espero que no ande buscando setas alucinógenas que ponerle a su cuñado en la comida de nuevo. O que comerse él mismo. Con él nunca se sabe.

Dejo la copa de vino sobre la mesa baja que hay a mi derecha y pongo una sonrisa que no siento en mi cara para los presentes, pero en mi interior mis emociones son tan oscuras como siempre, aunque trate de ocultarlas; oscureciendo mi aura y tiñéndola de ese dolor sordo que siempre me acompaña.

No soy buena compañía la mayor parte del tiempo, y lo sé; pero ser consciente de ello no hace que mi infelicidad y mi soledad se aquieten.

La risa de los niños llena el claro y mi cabeza gira hacia ellos de manera automática.

Cuando era más joven, y todavía tenía esperanzas de que mi Reina Prometida al fin viniera a mí, soñaba con, tal vez, formar una familia algún día.

Pero ahora ese sueño ha muerto, envenenado por mi soledad milenio tras milenio.

Como tantas otras cosas.

Los elfos solo tenemos un compañero o compañera predestinado en la vida, y la mía ni siquiera está en Aldamar. Y no sé dónde está.

La he buscado con toda la magia disponible en todas las dimensiones conocidas y más allá, y ni siquiera he hallado su rastro. Es como si no existiera en el cosmos.

—Aquí tiene, mi Señor. —Idrael aparece de nuevo con una caja repleta de botellas en las manos, irrumpiendo mis pensamientos amargados—. Más vino de la bodega real. Dorwinion y vintage, por supuesto. De las viñas del sur del reino, como le gusta a mi Rey.

—Gracias —asiento, cogiendo la copa y tendiéndosela para que me la rellene.

De normal me sirvo a mí mismo, pero esta noche no estoy de humor para ello.

Idrael me sirve con ademán impaciente, mirando a su esposa de reojo con deseo, que lo espera haciéndole ojitos en la linde del bosque.

Seguramente quiera un revolcón contra un árbol. Los he pillado más de una vez en medio de uno cuando paseaba por los jardines del palacio.

La envidia me corroe.

Me bebo la copa recién llenada rápidamente y se la tiendo de nuevo antes de que pueda irse.

—Más vino, Idrael. Y tráeme también varios de esos canapés de salmón picante. Se me han acabado y deseo más.

—Pero no quedan —protesta él—, tendría que ir a las cocinas a por más, y los cocineros están bailando. Sus turnos ya han acabado. Me va tocar rebuscar en el almacén de fríos y ya sabes cómo se ponen si alguien toca sus cosas...mi Rey —añade lo último cuando se acuerda de que ya no somos los niños que jugábamos juntos en los jardines del reino de mi padre, al otro lado del mar.

Aprieto los labios en una línea pálida de irritación.

—Pues no pierdas el tiempo —espeto, haciéndole un ademán para desestimarlo—. Y deja la botella sobre la mesa antes de irte.

Idrael es de los pocos que se atreven a cruzarme, aunque suele evitar hacerlo cuando tengo un mal día, y debe percibir que mi humor es muy oscuro esta noche, porque hace lo que le ordeno muy a su pesar.

Con protestas y maldiciones entre dientes, mi viejo amigo se marcha y su esposa, Airiel, lo observa haciendo un mohín decepcionado. Y lo sigue tras dirigirme una breve mirada desafiante.

Hubo un tiempo, antes de que Idrael y Airiel se conocieran, en el que los labios de la elfa suspiraban por los míos. Ahora los suspiros que suelta por mí suelen ser de exasperación.

Desvío la mirada hacia los danzarines una vez más, pero sus risas y su alegría me reconcomen, y no sé cómo parar.

No sé cómo dejar de sentirme así.

Malicioso. Amargado. Cruel. Rencoroso. Envidioso.

He estado resentido y solo durante milenios, y solo los Oráculos quizá saben cuánto tiempo más lo estaré.

Agobiado por mis propios pensamientos, me levanto sobre mis pies y la danza se detiene.

El claro del bosque a las afueras de palacio enmudece y todos me miran con expectación. Abro la boca para decirles que es mi hora de retirarme y que continúen sin mí, pero de repente me siento mareado y confuso. Débil.

¿Qué me está ocurriendo?

Bajo la vista hasta la copa y parpadeo porque todo da vueltas al mover la cabeza.

—Vaya, vaya. El mismísimo Rey de los Silvanos y su corte de inmortales, y llevas puesta la corona que he venido a buscar, ¡qué maravilla! —aplaude la voz de una mujer; retorcida, cruel y sibilante como la de una serpiente.

La gente grita a mi alrededor, y yo tropiezo y me mareo de nuevo, súbitamente agotado, pero logro alzar la vista para encontrarme cara a cara con algo que una vez debió haber sido una mujer.

Su piel es blanca, traslúcida y enfermiza, y está cubierta de venas negras como el carbón; y sus ojos relucen como ascuas, rojos como la sangre y rebosantes de sadismo y codicia. Sin esclerótica, ni iris ni pupila. Solo dos pozos rojos de maldad.

—¿Quién eres? —exijo saber, furioso—. ¿Y cómo te atreves a invadir nuestras tierras?

La bruja. Debe de ser la bruja de la que los Fuegos Fatuos y los taúr me han advertido antes.

Los espíritus deberían de haberse encargado de ella, pienso con horror, pero no han podido detenerla.

¿Qué es esta criatura?

La reina prometida (romance fantástico elfo/humana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora