Prólogo II: El rey amargo (continuación)

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No percibo vida alguna en ella. Debe de tratarse de algún tipo de no-muerto o nigromante que no había visto antes.

Ella hace una reverencia burlona.

—Soy Shuyana. Tu nueva emperatriz, Rey Thrael —afirma insolentemente con una sonrisa de dientes ennegrecidos—. Y, ahora, dame la corona o maldeciré a tu pueblo a una vida de esclavitud. Y a ti te despedazaré en vida lentamente y te absorberé.

Mi ira es tan inmensa como el sol, y mi magia reacciona a mis emociones con prontitud.

Pero el veneno del vino me debilita y la bruja, aunque maldice y ruge de dolor por mi conjuro de llamas espirituales y purificadoras, capaces de dañar mortalmente a cualquier no-muerto o criatura del Abismo, se alza de nuevo, poderosa y enfurecida.

—¡Maldito elfo, mira lo que me has hecho! —brama con los ojos relucientes de malicia y agonía, extendiendo los brazos y mirándose con horror.

Su piel está agrietada y sangra, dejando caer una sustancia negra como el Abismo que huele a putrefacción al suelo del bosque, que sisea como si esta fuera ácido y pus envenenado en vez de sangre.

Los Centinelas y los demás guerreros del reino se deshacen del conjuro de parálisis en el que los había atrapado y la atacan, dejando caer su propia magia y sus flechas contra la hechicera oscura, que grita de dolor de nuevo, intentando protegerse tras una barrera que eventualmente estalla en millones de fragmentos de sombra y corrupción bajo la presión de la magia de los guardianes del bosque.

Los guerreros y guerreras más cercanos a la criatura salen volando por el estallido y el resto se preparan para atacarla de nuevo, gritándoles a los civiles que se pongan a salvo dentro del palacio tras sus barreras mágicas, con Faridil al frente lanzándole bolas de su fuego verde a la bruja de manera incansable.

Pero nada de ello la mata. Es como si absorbiera la magia dentro de su pecho.

Palidezco cuando lo único que tiene explicación a lo que está ocurriendo me viene a la mente. Pero no puede ser. Mi padre y sus Centinelas exterminaron todos los vástagos de la Mortalitaria muchos milenios atrás. Esa es una historia que me ha contado decenas de veces.

La bruja grita y ruge como una bestia herida y, a pesar de que le faltan trozos de carne y huesos y de que la magia combinada de los elfos sería capaz de reducir hasta a un ejército de dragones a cenizas, algo dentro de ella la impulsa a alzarse una y otra vez.

Es cuestión de tiempo que la bruja los mate con ese extraño poder corrupto que posee, pienso, y agonizo por un pueblo al que amo a pesar de mi amargura.

—¡Dame la corona o muere! —grita la bruja, jadeante y temblorosa de rabia—. ¡Moriréis todos!

Como respuesta, le lanzo otra oleada de magia espiritual que la hace gritar de nuevo, causando que su piel humee y arda en llamas de un brillante oro, y los Fuegos Fatuos y los taúr, espíritus animales, cargan contra ella, haciéndose eco de mi ira y de mi necesidad de proteger a mi pueblo, saliendo del bosque en oleadas.

Pero no es suficiente, maldigo en silencio.

No lo comprendo.

¿Qué es esta mujer? ¿Puede la Mortalitaria dar tanto poder a alguien?

Ningún ser, mortal o inmortal, habría logrado sobrevivir a algo así.

Estoy cada vez más débil, y me cuesta concentrarme y conectarme a los espíritus del reino y a los profundos pozos espirituales en los que guardo mi magia más poderosa, dentro de mi alma. Mi maná.

Debo hacer algo para alejarla de aquí cuanto antes. Debo proteger a mi pueblo.

—¿Quieres la corona? —le rujo, asqueado por esa criatura y furibundo conmigo mismo, sabiendo que voy a perder esta batalla y que al fin el destino predicho por la Oráculo nos ha llegado a mí y a los míos. Pero tener un vago concepto de algún día sufrir una maldición no es lo mismo que afrontar la realidad de la misma ni ponerle rostro a tu enemiga. No cuando, además, pensabas que esa maldición solo te afectaría a ti, y a nadie más que a ti—. Entonces, ¡ve a por ella!

Concentro mi magia y alzo la corona, maldita por la Reina Hada milenios atrás, en una mano, hilando un conjuro de transportación que la llevará lejos de aquí. Lejos de Nildfein.

Ojalá hubiera podido destruirla, pero nada ni nadie ha sido capaz de ello. Ni siquiera los más sabios y poderosos de los Qendi o de entre los dragones Kánnmar.

Ojalá no hubiera sido tan arrogante como para llevarla en mi cabeza esta noche en un impulso estúpido, pues la corona es de una belleza sublime a pesar de la malicia que la forjó, pero el arrepentimiento y la vergüenza por mis fallos no salvarán a mi pueblo de la maldición que sé que está por llegar.

La corona desaparece con un fogonazo de luz, transportada a las manos de alguien que sé que podrá protegerla rodeado como está por su propia gente y la territorialidad de estos. Al menos durante un tiempo.

El dragón azul es un viejo amigo de mi juventud y de mi sobrino Faridil, y es lo suficientemente poderoso y astuto como para hacerle frente a lo que quiera que sea esta aberración y para mantener la corona en secreto y a salvo de ella.

La bruja no debe tenerla, porque, si la maldición que la creó resulta ser cierta, ello sería terrible para Aldamar.

Ella grita de rabia y frustración cuando ve la Corona Maldita desaparecer engullida por mi magia.

Y mi destino, y el de mi pueblo, queda sellado.

—Tú lo has querido —rabia la hechicera oscura—. ¡Os maldigo! ¡Os maldigo a todos! No viviréis, ni respiraréis, ni bailaréis nunca más. ¡No os permitiré que me robéis lo que es mío, he luchado y he sufrido demasiado por esto!

Su conjuro se extiende como una onda de malicia y oscuridad por todo el reino y, desesperado por la muerte que este emana, lanzo toda la magia que me queda para interceptarlo y veo, espantado, cómo mi pueblo se convierte en una mezcla de piedra y cristal.

Estatuas sin vida, capturados para siempre en el último instante de sus vidas.

Mi grito de agonía es tal que sacude los cimientos del bosque y hace temblar a los árboles, extendiéndose como un retumbo terrible por la dimensión de los espíritus a la que todos los seres vivos de Aldamar estamos conectados, y los espíritus se liberan del conjuro de parálisis en el que ella los había atrapado, tan furibundos como yo, haciéndose eco de mi horror y mi pena, y de mi dolor por sus hermanos y hermanas caídos en batalla, cuyos restos espirituales flotan a nuestro alrededor como millones de luciérnagas tras un nuevo ataque de la bruja.

Fuegos Fatuos y taúr cuya presencia se desvanece del mundo al que vinieron a través del Velo que separa la dimensión espiritual de la física.

—¡Tío! —grita Faridil, al que la maldición de convertir la carne en piedra no ha afectado.

—¡Vete! —le suplico a mi sobrino con el corazón encogido al verlo expuesto ante el peligro—. ¡Huye!

Pero Faridil me desoye, para mi horror, y le lanza una bola de fuego a la mujer e intenta alcanzarme, corriendo sin mirar atrás.

La reina prometida (romance fantástico elfo/humana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora