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Iván Guzmán y Danais Messina

—Capítulo III

I/?


6:30 a.m.

En la sala de estar de la propiedad Messina, se encontraban los tres hombres de la casa sentados en los sofás. Al trío se les veía llevar unas enormes ojeras al no haber dormido lo suficiente, la noche anterior.

Por el enorme ventanal se podía ver el amanecer del día, acompañado de un par de pajarillos cantando aquí y allá, sobre las copas de los árboles que tenía la propiedad.

—¿Por qué nos tenemos que ir ahorita? —preguntó la única mujer de la casa, entrando a la enorme habitación blanca.

—Porque tengo cosas que hacer allá —respondió su hermano.

—¿Negocios ilícitos? —inquirió no muy segura de querer escuchar la respuesta.

—A parte, hermana. ¿Nos vamos? —. Mattia cuestionó levantándose del sofá.

—¿Tengo otra alternativa? —intentó hacer que su hermano le diera otra opción, aún sabiendo la respuesta que le daría.

—Sabes bien que no —. Respondió quitando a Romeo de entre sus brazos.

Un quejido se escuchó a espaldas del italiano, así que ambos se giraron para ver de quién se trataba.

—¿No te pinches cansas de llevar a tus perros a todos lados? —bostezó un ojiazul.

—No Fernando, no me canso. ¿Sabes por qué los llevo?

—No.

—Porque hacen más caso que tú y te van a arrear cuando andes bien pedo.

—Pendeja, ni que fuera animal.

—¿Cómo de qué no?, Estás bien burro, hasta las orejas tienes.

Danais logró escuchar una risa entre dientes, proveniente de su consanguíneo que estaba parado junto a ella.

—No quiero que empiecen a chingar —regañó Miguel—, son las pinches siete —agregó levantándose perezosamente del sillón.

Ambos se miraron y luego al señor que los observaba amenazante.

—Ya vámonos, también tengo que hacer cosas del hotel —habló el italiano, así que todos comenzaron a caminar hacia la salida.

Primero el señor, detrás el extranjero y al último, Fernando y Danais, quienes se venían empujando en silencio, para no llamar la atención del mayor, y, así, no salir regañados a tan temprana hora.

—¿Si sabes que eres adoptada? —susurró él, provocando.

—Sí, igual que tú, que fuiste rescatado de la basura.

—Ya quisieras, namás mira mis ojitos preciosos —respondió acercándose a ella y parpadeando un par de veces, mostrándole su par de orbes azules-verdosos—. Ojitos de todo un gringo.

—¿Y de qué sirve?, Eso no evitó que una prieta fea te pusiera los cuernos —soltó sin pensar. Fernando al escuchar sus palabras la miró indignado.— Me pase de lanza.

—Te pasaste de verga —hablaron simultáneamente.— Como quiera soy gringo —agregó.

—Gringo barato, porque tú eres mexicano, en cambio yo, soy italiana —contestó levantando el mentón orgullosamente.

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