✟ Introductio ✟

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Unos dicen que el Infierno es frío. Otros que es ardiente. En realidad, ningún mortal lo sabe con exactitud. No hasta que llegan ahí. No hasta que son condenados.


Si uno volvía la vista al cielo un abrumador sentimiento de vulnerabilidad paralizaría todos los miembros de su cuerpo. Nubes espesas de una tonalidad oscura se deslizaban con lentitud en aquel cielo teñido de escarlata.

Era una mala señal.

El cielo del Infierno siempre era color gris. Ni negro ni blanco, solo un gris simple, aburrido, maliciosamente neutral.

En el centro mismo de los males del mundo, se elevan torres negras de un enorme castillo con una extraña gloria decadente. Su imponencia reside en su aspecto amenazante y retorcido. De su interior proviene una risa burlona que corta el silencio.

A lo lejos, un Ángel Caído siente una fuerte punzada en su corazón repentinamente acelerado. Despliega las negras alas y sigue el intenso efluvio de muerte que proviene del punto central del Infierno.

Dentro del castillo, en el Salón Principal se alza un trono de plata con incrustaciones de ónix. Tallados con gran maestría se hayan calaveras, cuernos, signos y frases demoníacas.

Y algo se desliza de su plateada superficie hasta chorrear al suelo gris ceniza.

Pasos se acercan con rapidez. Y entonces él lo ve todo.

El Trono mancillado con la sangre de su señor. Su cuerpo a los pies del Trono, inmóvil, torturado, sin vida. Sangre mana a borbotones de sus fatídicas heridas creando un charco de sangre alrededor del Trono del Rey del Infierno.

Y él es el protagonista de todo aquel sangriento escenario.

—¡Amo!—gritó el intruso con alas negras, dejándose caer de rodillas al filo del círculo de la sangre maldita que sale del cuerpo perfecto de la criatura torturada. El Caído extendió las manos como si quisiera tocarlo, alcanzarlo desde su lugar lejos del líquido carmesí, temiendo no ser digno de rozar su sangre.

Lágrimas de tristeza y amargura se deslizan por el rostro del Caído, y luego ese dolor se trasforma en un horror indescriptible. Miles de emociones embargan su cuerpo, entre ellos la impotencia. Fisuras crecen en su interior, casi rompiéndolo. Se esforzó en mantener sujetas esas partes con esa fuerza que le ordenaban que tuviera, esa que yacía en su interior y se revelaba cuando tenía un reto difícil que llevar a cabo.

Se estremeció, reprimiendo el impulso frenético de ponerse a temblar.

Lo que contemplaba era algo imposible. Algo que no creía capaz de presenciar.

Se acercó despacio al cuerpo petrificado, mojando su pies descalzos con la sangre. Tocó con sus pálidos dedos la piel cubierta en una gruesa chaqueta negra de su superior, buscando puntos vitales que ya no funcionaban. Él lo percibió. Era un Demonio despuésde todo. Su poder era grande. No tanto como el que yacía en el suelo desangrándose, pero sí mayor que muchos otros Caídos que rondaban el Infierno.

No pudo evitarlo, tembló.

Sintió algo que, de ser posible en alguien como él, le helaría la sangre en las venas.

Él negro corazón de Lucifer ya no latía.

A sus espaldas gritos agudos resonaron horrorizados, él supo quiénes eran. Las criaturas femeninas con alas de noche y vestidos ligeros. Ellas lo habían seguido, sabían que algo andaba mal. Que el Caído había percibido algo antes que todos los demás. Detrás de ellas se acercaron más Demonios, varios con capas negras, otros con armaduras, todos sorprendidos y con la confusión nublando sus semblantes.

—¡Mi señor, mi señor! ¡¿Quién fue capaz de hacerle eso?!—chilló una mujer, sollozando. El resto soltaba jadeos adoloridos, y los varones contemplaban cómo un solo Demonio fue capaz de acercarse a su señor sin temer las consecuencias.

—Astaroth—lo llamó un Caído, con esa voz enronquecida por los años—. ¿Quién fue? ¿Quién es capaz de matar al Diablo?

Astaroth levantó la cabeza y lo miró por encima de su hombro. Ya no lloraba, pero sus mejillas aún estaban húmedas. Su horror aún era palpable.

—No lo sé… —reveló—. Sólo sentí algo aquí—se tocó con brusquedad el pecho descubierto, en el lugar justo donde aún latía su corazón—. Este órgano defectuoso me avisó. Ellas me vieron—señaló a las mujeres—. Todos me observaron venir hacia aquí. No sé quién lo hizo. Pero no fui yo…

—Sabes que te creemos. Nunca serías capaz...

—Ni tengo la fuerza para hacerlo—lo interrumpió—. Y jamás me atrevería. Ninguno de nosotros lo haría, yo lo sé…

El otro asintió.

—¿Qué debemos hacer?

—¡Revívanlo!—gritó con la voz rota una mujer, su corta melena del color de la ceniza se desarregló cuando ella pasó las manos repetidas veces por su cabeza en una clara señal de desesperación—. ¡Revívan a mi señor! ¡Él no puede morir! ¡Sus huestes infernales estaremos perdidas sin él! ¡Lo necesitamos! ¡El Infierno es él! ¡Y si él cae todos nosotros nos sumiremos en la eterna agonía que profesan los Ángeles!

—Basta, Syra—gruñó Astaroth—. No sigas. No soporto escuchar tu voz.

—¡¿Y qué harás entonces?! ¡¿Qué haremos todos nosotros?!

—Avisaré a Behemoth y a Leviatán… Y después… después iremos al Cielo.

Los Demonios lo miraron alarmados.

—Si vas a ellos con esta noticia es posible que se levanten contra nosotros una vez más para destruirnos. Y sin el más poderoso de los Demonios no tenemos oportunidad—dijo otro Caído, su rostro era una máscara de perturbación—. Será nuestro fin. Incluso para ellos. Sin el mal que representamos el bien no sobrevivirá. No puede haber luz sin sombras y oscuridad, Astaroth. Tú lo sabes muy bien.

Él asintió.

—Aún así, es necesario que Dios sepa esto.

—¿Y como sabes que no fue él o alguno de sus estúpidos Arcángeles los que cometieron este crimen innombrable?

El rostro atormentado de Astaroth se oscureció.

—Porque Dios no lo haría de esta forma. Él espera como nosotros el día del Armagedón. ¿Qué satisfacción sentiría en una victoria tan simple como ésta?

Después de analizarlo durante unos segundos, todos le dieron la razón.

Astaroth entrecerró sus ojos. Soltó un profundo suspiro de cansancio y abrió los ojos para seguir contemplando el aberrante desastre escarlata. En sus orbes verdes un fuego fatuo brilló con una intensidad inquietante. El dolor y la rabia mezclados con la incertidumbre.

—Vayamos al territorio de Leviatán e informemos sobre este crimen—informó—. Y estén preparados, hermanos. Porque si nuestro amo cayó ante este ser desconocido, nosotros no somos más que débiles piezas en un tablero de ajedrez visiblemente desiquilibrado.

Los Demonios se acercaron a él y le pusieron una mano sobre sus hombros. La mayoría desvío la vista cuando se centró en el cuerpo destrozado del Diablo.

¿Quién dice que los Demonios no sienten como los demás?

El dolor sí es perceptible en sus corazones ennegrecidos. Y la llama de la venganza arde como el veneno cuando se trata de uno de los suyos.

<<No hay nada más peligroso que la ira de un Demonio>>.

Y Astaroth averiguaría quién fue el que cercenó la vida del Ángel del Pecado.

Aunque eso signifique desafiar a los Ángeles del Cielo y provocar su propia autodestrucción.

Pero si yo caigo—pensó—, arrastraré a mis enemigos al abismo al que estoy condenado.

>>Y que el Fuego haga su trabajo consumiendo la carne, huesos y sangre.

>>Que el infierno destruya todo. Vengador y enemigo. Que no tenga piedad. Que queme hasta el alma.

CATARSIS: La Caída del Ángel y el DemonioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora