Maldito ruido

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La vuelta a la realidad de una pesadilla es como una bocanada de aire para un ahogado

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La vuelta a la realidad de una pesadilla es como una bocanada de aire para un ahogado. El amanecer ceniciento se había ido y contemplaba el bulbo apagado que colgaba del techo liso de mi habitación. Exhalé un aire tembloroso. Mierda. ¿Cuántas noches durará la pesadilla esta vez...? Giré la cabeza de un lado a otro del lecho donde yacía. Mis brazos estaban limpios. No estaba en el bosque cubierto con los restos de ella. Me hallaba sobre las sábanas azules de mi cama y pronto el sol se asomaría por los amplios ventanales de mi habitación.

«Maldito Sol», reprochó mi sombra. La áspera pronunciación de palabras era un eco familiar, demasiado grave para una voz natural, deforme.

–El sol es bienvenido.

«No, no lo es. Tú viste lo que hizo en el sueño.»

–Pudiste despertarme –dije con voz adormilada –. Me hubiera vuelto a dormir.

«Disfrutaba del acto de necrofilia hasta que salió el cabrón sol a arruinarnos el sueño húmedo.»

Hermosas palabras. La luz artificial no callaría a la sombra, pero vivir en el trópico le daba menos horas para escupir estupideces. El sol, poco a poco, le arrebataría la capacidad para hablarme. Me froté el rostro húmedo de sudor. Bufé y me enderecé hasta tocar el suelo con los pies descalzos. Qué noche más jodida. El reloj marcaba que había dormido casi la hora y ya no obtendría más sueño. Apoyé los codos sobre las piernas abiertas. Me restregué la nuca y el rostro con rudeza. Las imágenes de la carne quemada eran una visión que por lo general no me perturbaba. Sin embargo, cada vez que ese sueño en particular regresaba, sentía adherida la ceniza muerta a la piel. Rasqué mis brazos y me levanté arrugando las sábanas. Fue solo un sueño, un maldito sueño... Era la hora azul de la mañana, hora en que la sombra sufría un escandaloso ataque de ansiedad. Otro maldito día más...

En el baño, recargué las manos sobre el lavabo y me refresqué con agua para aclarar mis pensamientos. La negrura reptó hacia un rincón, intentando huir del candor matutino. Tumbó la única lámpara de piso e hizo un remolino de las gruesas cortinas. Como siempre los reclamos provenientes de la oscuridad del cuarto se volvieron más chillones con la cercanía del amanecer. Si le prestaba demasiada atención, no pararía y me volvería loco.

Un pequeño óvalo del tamaño de la palma de una mano colgaba sobre el lavamanos. Parecía un guardapelo, pero era un espejo con una cubierta. No necesitaba más y lo abría pocas veces para hacer breves ajustes a mi apariencia. Los espejos son objetos de cuidado. Lo que te mire de regreso podría salir de ahí y no sería amigable. Dejé el baño y, para terminar de una vez con el escándalo, me dirigí al final del pasillo donde abrí una cortina de par en par. Esto detonó un siseo. Una estela de negrura trepidante se disipó hacia la penumbra y, en un movimiento rápido, un humeante brazo negro se estiró para volverla a cerrar.

«Sádico malvado. Yo no te privé de tu sueño de belleza.»

Admito que la sombra, además de útil, es una compañía, pero es más jodón que un niño malcriado. Me alboroté el cabello negro y me rasqué la quijada sin rasurar. Ya necesitaba un corte. Me ajusté un traje de elastán y me calcé las sandalias con los movimientos practicados de un soldado. La ligereza, como la practicidad de las prendas modernas de buceo, eran una comodidad que un ser humano no llegaría a apreciar como yo.

Hereje (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora