Capítulo 1

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Lo último que supe sobre Gulliver fue que lo encontró una tribu de hombrecillos y mujercillas que cabían en la palma de una mano. Encontré ese libro en un bazar casero de la colonia Roma en la Ciudad de México y me costó veinte pesos. Era una edición vieja, de esas que tienen el aroma a historia y librero de caoba. No pudo continuar el viaje conmigo porque se quedó en el bus de comerciantes en el que salí aquella noche de verano. Iba de Puebla con rumbo a San Cristóbal de las Casas. En Puebla supe que un libro es el mejor amigo en la soledad y el mal tiempo; pues una tormenta sacudió la ciudad una noche antes de partir al sur y tuve que refugiarme en Los Arcos frente a la Catedral. La incertidumbre de no tener un techo y la preocupación de contraer un fuerte resfriado al estar a kilómetros de mi hogar fueron arrastrados a la costa del olvido por el oleaje de las páginas en cuanto me puse a navegar junto a aquel legendario aventurero.

Eran cerca de las siete de la mañana cuando el bus entró a Tuxtla Gutiérrez. Una ciudad cubierta de frondosos árboles de frutas. Alguna vez me dijeron que en Chiapas nadie se preocupa por comer porque al estirar la mano puedes encontrar un árbol que te regala mango, plátano, cacao, tomate y otras bendiciones de la naturaleza. El bus subió por una carretera montañosa poblada de una densa neblina que obstruía la visión de los conductores y los pasajeros. Un tramo peligroso para quien no lo conoce.

El bus se detuvo en una terminal medio culera como los asientos de los pasajeros. Ni pedo, si uno quiere viajar lejos debe aguantar un par de hambres si es que no cuenta con mucho presupuesto. Yo traía mil quinientos pesos en mi cartera pensando que eso sería suficiente para llegar a Playa del Carmen. El maletero me pasó mi mochila, la guitarra y una caja de cartón que guardaba mi telescopio. Ahí estaba yo, cargando la vida en la mochila. Creo que la gran mayoría de nosotros nunca conocemos el propósito de nuestra extraña y efímera existencia y por ello soñamos un día con cargar todo lo que se pueda en una mochila y partir a otro lugar para responder esas dudas. A unos les gusta estarse yendo continuamente porque así calman un poco su dolor existencial. A una cuadra de donde se detuvo el autobús había un paradero de combis de donde salían aturdidores gritos Tuxtlaaaa....Comitán, Ocosingoooooo

Regla básica de orientación entre viajeros: casi todas las terminales de buses están cerca del centro de la ciudad a la que llegan. Fue fácil llegar a la plaza principal usando esa lógica. Seguí a pie cargando la vida en la espalda. Un aroma a café viajó por todo el centro histórico. Pasé por un mercado de artesanías que se encontraba junto a una iglesia que permanecía cerrada. Seguí en línea recta hasta llegar a unos portales frente a una plaza con un kiosco. Me detuve a ver pasar a la gente. Festejé en silencio mi llegada y reflexioné en la decisión que había tomado. Veía viajeros como yo cargando la vida en la mochila. Hombres y mujeres de todas las edades yendo de un lado a otro por todas las calles. Algunos eran interceptados por mujeres indígenas y sus hijos para ofrecerles algún poncho o artesanía. Todo era nuevo para mí. Si México fuera un continente como Europa entonces yo estaba como a diez países de mi casa. Me sentí extraño, ansioso, inquieto y para ser sinceros también un poco atemorizado. Me di cuenta que en ese momento sólo me tenía a mí. Es fácil irse de casa, lo difícil es irse de sí mismo y en los ratos de soledad uno tiene que aprender a conocerse. Mi personalidad no es del tipo que le guste a todo mundo. Siempre he sido ese alguien que se conmueve con el más mínimo detalle como el café con pan en un día lluvioso, y que es capaz de romperse en llanto o alegría. Casi siempre me muestro fuerte, aunque por dentro sienta que un nutribullet me tritura el alma y el corazón. La gente me dice: eres muy intenso, te enamoras con facilidad, te emocionas mucho con el futbol, quieres platicar con todos en la fiesta. Y quizás esa era la razón por la que me caía mal la mayoría de los ratos en que por obligación tenía que convivir con el extraño del espejo.

Tras no descansar muy bien durante el viaje mi cuerpo me pedía una cama para recuperar energía. Busqué un hospedaje económico. Di vueltas en círculos dejando que el pueblo me regalara todo lo que era nuevo para mis ojos. No fue difícil dar con un hostal. Casi todas las calles cercanas a la plaza principal tenían uno. Encontré un dormitorio por cien pesos en una casona con un patio al centro con mesitas y sillas de madera y donde te regalaban un café como cortesía de bienvenida. 

¿Cómo volverse mochilero?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora