Capítulo 4

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Una tarde caminé hasta alejarme del centro histórico. Llegué a los rincones de otros barrios no tan céntricos. Descubrí taquerías y restaurantes de pollos rostizados donde no se portaban mamones y me dejaban tocar. En una tarde o noche sacaba entre ciento cincuenta y doscientos pesos. Lo suficiente para comer tres veces al día y me sobraba para una cerveza. No ahorraba mucho. Vivir de artista callejero en San Cris apenas y te deja.  Hay demasiada competencia. Yo fui un poco más listo porque en lugar de tocar para turistas lo hacía para la gente local. Así recorría el pueblo a diario. Debí caminar unos siete y u ocho kilómetros diarios por aquellos días. Estaba demasiado delgado. Tomaba un descanso en las horas muertas que solían ser entre las cuatro y siete de la tarde. Me sentaba en una banca de cualquier corredor a ver lo que sucedía. Cada minuto en San Cris era una historia nueva. Estoy seguro que muchos en ese sitio descubren una faceta de ellos mismos completamente distinta a la que conocían, pero para que San Cris te revele eso tienes que ofrecerle algo como tu tiempo, tus sueños, tus miedos, liberarte de lo material, hacer ayuno o simplemente dejarte llevar por lo que ocurre frente a ti y no ofrecer resistencia.
Por ejemplo, en los escalones de la biblioteca se sentaba un japonés con su guitarra y cantaba canciones de animé muy hermosas. Ponía un letrero que decían Soy de Japón y llevo 3 años viajando por el mundo. Era algo tímido y no hablaba muy bien inglés y mucho menos español. Cerca de ahí en  una banca frente al 500 Noches llegaba una pareja de uruguayos. Él tocaba la guitarra y la armónica y ella el ukulele. Cantaban algunas canciones en guaraní. Eran Diego y Valentina. Fue por ellos que supe de un hostal donde cada noche había fiesta y dejaban tocar a cualquier músico.

Una noche fui a tocar por invitación de los uruguayos y conocí a Katia. Venía de Italia y tenía unos ojos verdes como un jade recién tallado. Nos hicimos amigos. Le compartí de mi caguama y ella me forjó un cigarro con tabaco orgánico. La mayoría de los extranjeros que no eran de Gringolandia traían una mentalidad anticolonialismo por lo que casi no bebían cocacola y no fumaban marcas de cigarro conocidas, sino que ellos elaboraban sus propis pitillos.

Al día siguiente me encontré a Katia por la tarde y me invitó a cenar pasta en su hostal. Una noche que no estaba Carlos en casa la llevé a conocer la cabaña. Fumamos un porrito que ella sacó y nos acostamos en los sillones al calor de la chimenea. Katia me habló del Ticabus, un autobús que sale de Tapachula y recorre Centroamérica.  Su idea era ir hasta Costa Rica.  Decía que se hacían algo así como tres días por setenta dólares. Era un largo viaje y yo me animé con la idea. Aunque me faltaba lo más importante: el pasaporte.

Siempre pasaba algo en San Cris. Siempre llegaba alguien con una historia. A diario unos partían y otros se daban cuenta que el lugar tenía tiempo de haberlos atrapado. San Cris era soleado hasta al mediodía a eso de las dos de la tarde llovía por todo el pueblo. Las calles del centro eran un país de melancolías suspiradas, contrastaban con un tono cobrizo que había en los tejados. En los hostales se hacían fiestas y se conectaba la gente con extraños paradigmas y visiones del mundo. Había amores que terminaban y otros que se conocían para partir a Guatemala o alguna playa de Oaxaca. La posición de los tres templos principales formaba un triángulo misterioso; para muchas personas aquello representaba un campo de energía sumamente fuerte que te retenía por un largo periodo. Por eso muchos llegaban con la intención de pasar una semana y para cuando se daban cuenta ya llevaban un dos o tres meses, incluso años. Había restaurantes italianos, argentinos, coreanos, veganos e hindúes. Yo casi nunca traía dinero suficiente para disfrutar de uno de ellos. Optaba por comprar cervezas en el oxxo.

Por el Azteca y el Colombia conocí una alternativa para embriagarse más económica. Solían comprar un jugo con un licor de caña. Se gastaban como veinte pesos y uno terminaba en un estado de ebriedad que te desconecta todos los recuerdos. Aparte que era ideal esa manera de emborracharse porque el clima lluvioso y fresco no era el que mejor se antojaba para las cervezas.

El Azteca y el Colombia eran muy populares en San Cris. Era común encontrarlos haciendo performance con tambores en lugares de mala muerte donde la fiesta continuaba después de la medianoche. Pasaban la gorra entre las manos de los viajeros que se perdían en el éxtasis provocado por el sonido de sus percusiones. Les gustaba sentirse el centro de la fiesta. Aprovechaban esa posición para ligar con chicas europeas. El Azteca tenía un discurso muy arraigado a sus raíces prehispánicas. Solía contarles a las chicas que era descendiente de una familia de mexicas y que tenía sangre pura de guerrero. Las chicas no titubeaban a la hora de devorar el cuento. Lo veían fascinadas como si fuese un objeto exótico. Eran como dos panteras rugiendo en las entrañas del bosque cuando ya casi todos se resguardaban bajo sus techos para protegerse del frío y las constantes lluvias.

¿Cómo volverse mochilero?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora