Capítulo 13

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Dormí toda la noche. El aire acondicionado del bus no servía. Sentía un tremendo bochorno. Las ventanas abiertas permitieron el paso del aroma del mar. No tengo idea de dónde se detuvo el autobús, sólo sé que no era la central, y el día recién comenzaba. A las siete de la mañana, guiado por el eco de las olas, salí de ese paradero improvisado luego de que el chofer me diera mi mochila. Tal vez era el calor, las cosas que cargaba, el hambre y el dolor de espalda por los asientos incómodos del bus lo que hizo que caminar me pareciera demasiado pesado y lento. No puedo negar que el eco de las gaviotas y el sonido de las bajas mareas del Caribe me sacaron una sonrisa.

Sólo conocía Cancún por las fotos que mis amigos subían a facebook. Siempre había querido ir, pero decían que era muy caro. No me aminaba a ir porque me parecía una mamada gastar diez mil pesos por pasar tres noches ahí. Que un lugar sea caro no significa que no se pueda disfrutar con poco dinero. Mis papás conocieron Cancún cuando yo tenía diez años y ellos celebraban veinte años de casados. Pero yo no bajé en Cancún sino en Playa del Carmen. Me habían contado que era un pueblo hippioso y que con una guitarra se podían ganar buenas propinas en dólares. Lo que te dicen de los lugares es muy relativo a la expectativa que tienes de ellos. A veces los que más disfrutas son donde pagas menos porque no estás esperando nada extraordinario; otras veces no es necesario pagar sino conocer a las personas indicadas y tener un talento que ofrecer. Y eso lo descubrí tocando la guitarra.

Eran como las ocho de la mañana cuando caminaba por una banqueta junto a la carretera. Me gustaba aquel calor. No era como el de Palenque o Tuxtla. Era un calor que olía a mar. Vi a muchos gringos y europeos caminar por el tramo de una calle con muchos negocios. Casas de cambio, suites y apartamentos, restaurantes coquetos para desayunar, fondas de jugos, bancos, oxxos, y combis. Por deducción lógica llegué al centro del desmadre. Frente a mí, la Quinta Avenida repleta de tiendas de artesanías mexicanas infladas cinco veces más de su precio normal, quizás por eso la llamaban la Quinta. Restaurantes y bares con menús en inglés. Contemplé la escultura de la virgen. La arena besaba el pavimento. Me dirigí a la playa. Con más sueño que hambre. Junto a un restaurante una enorme palmera regalaba noblemente su sombra. Y ahí me senté. Viendo el intenso celeste del Caribe. Aquel manto turquesa había sido el campo de batalla de comerciantes y piratas. Me dormí por un rato pensando en ello.

El sol me aruñó la cara al mediodía y la panza me rugía como un jaguar insomne deambulando en la profunda Lacandona. Caminé por la Quinta Avenida lamentando mi pobreza al percibir los perfumes de las carnes asadas ylos pulpos a las brasas. Sentí pena de que todo el dinero que tenía para sobrevivir durante un mes era lo que podría terminar pagando por una buena comida con sus cervezas frías.

Mientras caminaba ningún mesero se acercó a ofrecerme el menú. Mi aspecto y vestimenta seguramente daban la impresión de que era un tipo que no traía muchos recursos en la cartera. El sol se hizo más intenso. Los ruidos de aquella ciudad fueron alterando mi tranquila reflexión. Las anfitrionas de los restaurantes platicaban con extranjeros haciéndolos reír para animarlos a entrar a sus establecimientos. Los gritos de los choferes de las combis resonaban al salir de esa calle.

Me dispuse a buscar un cuarto en renta para estar al menos un mes. Resolviendo la cuestión de mi hospedaje seguiría preocuparme por encontrar un trabajo si es que la guitarra y el telescopio no me hacían ganar lo suficiente. Yo quería cervezas, fiesta y besarme con una chica extranjera ¿A eso se viene a Playa del Carmen o no? Playa es una ilusión pasajera; pues detrás de la Quinta Avenida comienza la realidad, como las calles mal pavimentadas, las casas viejas y descuidadas con paredes carcomidas por la humedad. Varios letreros anunciaban la renta de cuartos. Casi todos eran una porquería o un nido de ratas. Cuartos con colchones sucios y sin resorte. Cuartos sin puerta en el baño. Cuartos con los lavabos llenos de sarro. Todo era caro, viejo, sucio y feo. Estaba viendo la realidad detrás de las lujosas cadenas hoteleras y las fotos de desayunos abundantes con vista al Caribe.

Busqué la sombra de un árbol junto a una banqueta. Descansé de la espalda y puse mis cosas en el suelo. Qué feo es querer disfrutar cosas chidas y no traer dinero, pensé. Trataba de convencerme de que el capitalismo era una mierda y abstinencia involuntaria me estaba iluminando de alguna manera. Playa no era tan chida como me contaron. Tal vez porque todos me hablaban de hoteles, albercas y discos y nunca del mar o las ruinas. Lamentaba estar tan lejos para venir a pasar penas. Aunque aún no era de noche y desconocía cómo me iría con la guitarra y el telescopio. Había recorrido casi todo el centro y una buena parte de las periferias. Ya el sol de la tarde iba ocultándose. No sentí una conexión inmediata con Playa. Tal vez no era para mí. ¿Qué opciones tenía? En ese instante me dio sed. Al sacar de mi bolsillo y par de monedas encontré la respuesta.

LUCILLE

TEL 443...

¿Cómo volverse mochilero?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora