En los ojos de su rey.

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A Mycroft siempre le había parecido demasiado el palacio. Con sus enormes pilares, sus alfombras rojas y sus candelabros luciendo magníficos. Tal vez era porque había crecido bajo el techo de una humilde casa de ladrillo con un sillón muy grande como única cosa valiosa, y puede que no se haya terminado de acostumbrar a esta nueva vida que llevaba. Con cientos de sirvientes trabajando de un lado a otro, cortando los arbustos, preparando la comida y fregando los pisos. Las ventanas con sus detalladas rosas rojas en el vidrio y el lujoso trono en el que reinaba su majestad.

Mientras los demás salones resaltaban por sus objetos cubiertos de oro y su aura carmín, la habitación del rey era la única que contaba con tonos azules y solo se requería una vela para alumbrar todo el lugar; no porque su fuego fuera el más brillante, sino porque los ojos del rey estaban más acostumbrados a las sombras que bailaban alrededor de su cama.

Mycroft había estado ahí en más de una ocasión. Y aun así, siempre se le hacía un nudo en la garganta al pararse frente a la puerta. Como si fuera la primera vez.

-He venido a ver a su majestad -anunció con voz firme, ocultando cada rastro de nervios en su semblante.

Los dos hombres que cuidaban esa habitación inclinaron la cabeza y le permitieron la entrada. Mycroft dio tres pasos antes de que la luz del exterior se opacara con el sonido de las puertas cerrándose detrás de él.

La cama de su majestad estaba cubierta por un pabellón de tela fina color azul claro. Era tan brillante en esa oscuridad que casi parecía un hermoso sueño ante sus ojos.

-Acercáte -mumuró una voz.

Dio cinco pasos y se arrodilló ante el pabellón.

"Su rey..."

-Mi señor, le he traído noticias -le informó.

-Mycroft, ¿qué de te he dicho? -lo interrumpió, con ese tono que solía poner cuando deseaba algo y no se cumplía.

-¿Alteza?

-Te he dicho que te acerques.

Había una sensación que lo visitaba constantemente desde conoció al rey de Marvilia, una que le volvía más difícil el poder respirar, y que parecía aplastar su corazón.

Era una agonía que con el tiempo se había tornado en la más horriblemente deliciosa que había sentido. Pero, ¿acaso podría ser de otra manera? Todo a su alrededor, por más triste o desagradable que fuera, con la presencia de su rey se trasformaba en lo más hermoso del mundo.

Se acercó hasta la cama, como le ordenaron, y vio una sombra detrás del pabellón.

Al apartar las telas pudo admirar la belleza del rey. Sentado en la cama, vestido únicamente con una camisa desabrochada y una corbata a medio deshacer. Con el pelo castaño hecho un desastre. Un hermoso desastre.

Sintió sus brazos envolviéndolo y tuvo que luchar por no perder el control.

-Hace cinco días que te fuiste, ¿no me has extrañado? -le preguntó su rey, enterrando el rostro en su cuello. La respiración caliente contra su piel era lo más cercano que Mycroft había conocido a la locura. Su Alteza posó un beso en su mejilla-. Yo a ti te he extrañado.

"Su amante..."

Mycroft tragó saliva. Siempre que se le acercaba demasiado, sentía como si en su boca se hubieran albergado miles de polillas que amenazaban con ahogarlo si es que antes no se moría de sed.

-Majestad... -trató de apartarse, sin ser demasiado brusco. Intentando conservar lo poco que le quedaba de cordura.

Pero él no se lo permitió. En su lugar acarició su cabello y le dio un beso en las comisuras de sus labios.

Él siempre había sido su debilidad.

Tan solo verlo era toda la luz que necesitaba en ese instante para poder contrarrestar la oscuridad. Era la ola fresca y purificadora que podía saciar la sed que lo estaba matando desde que entró. Él era el dulce deseo que temía probar, porque sabía que con un solo beso, se hundiría en esos ojos esmeraldas y en la calidez de su cuerpo.

Él tenía todo lo que necesitaba. Derramaba miel y sinfonías que embriagaban su razón, regalaba cientos de caricias que opacaban todo pensamiento de preocupación y en ese instante lo único que importaba era él y el sabor de sus labios.

Lo tenía a su merced. Y ambos eran conscientes de ello.

-Así está mejor -sonrió su rey, apartándose con suavidad, permitiendo que Mycroft admirara sus hermosas pestañas-. Ya te lo había dicho, no hace falta que te inclines cuando estamos solos.

-Perdóneme, alteza -comenzó, pero fue callado de inmediato por un dedo.

-Albert -susurró-. Solías llamarme Albert, ¿o lo has olvidado? ¿Tanto te ha afectado irte por cinco días?

-Te pido disculpas -alzó la mirada y sus ojos se encontraron con esa aura divertida brillando en los ojos de su rey-. Han sido muy cansado estos últimos días.

-¿Y cuáles son esas noticias de las que hablas, director?

-Hemos recorrido cada bosque en el mapa y finalmente encontramos el Oraculum del que nos había mencionado aquel... rebelde. En el trayecto también hemos atrapado  a cinco de ellos.

-Maravilloso -sonrió Albert-. Me parece que lo mejor sería ponerme presentable y ver el tan dichoso Oraculum, ¿no le parece? Tengo que acabar con esto antes de que se difunda aun más.

Eso no era lo único que quería, lo más seguro era que quemaría personalmente ese pergamino junto con cualquier duda que nació en esos cinco días.

-¿Hay algo más de lo que deba enterarme? -preguntó, al verlo tan pensativo.

Si no se lo decía, después sería demasiado tarde. Pero si lo hacía...

-De hecho -tragó saliva-, sí hay algo más.

-Bien, te escucho.

Elegiría comenzar el incendio, pero no permitiría que su rey se quemara en él.

-Unos de los rebeldes mencionó inconscientemente a un muchacho que había escapado... su nombre era William.

La expresión juguetona del rey se desvaneció.

-¿Ha vuelto? -musitó, como si la vida se le hubiera escapado con esa palabra.

-Mi señor...

-Está aquí otra vez... -se apartó de él, con la mirada perdida en el pasado, posiblemente recordando aquel día que empezó todo. Lo conocía tan bien-. Mycroft... tienes que deshacerte de él.

-Alteza, aun no estamos seguros de si es en verdad él, tan solo...

-¿Y si lo es? ¿Y si en verdad es él? -el miedo se apoderó de su mente-. No... no otra vez...

-Su Alteza...

-Prométemelo -le rogó, mientras lo abrazaba, en busca de su protección. Su voz parecía estar a punto de ceder al llanto. Y eso fue todo lo que necesitó para que el corazón de Mycroft se estrujara dolorosamente-. Promete que me traeras su cabeza. Promételo...

Mycroft lo estrechó entre sus brazos, deseando que nada jamás le hiciera daño, anhelando profundamente que nada ni nadie volviera a hacerlo derramar lágrimas.

-Te lo prometo -susurró.

"Su rey. Su amante. Su perdición





Continuara...

Entre teteras y relojes (Sherliam) Yuukoku no Moriarty Donde viven las historias. Descúbrelo ahora