Un papel a seguir.

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En las familias nobles existe un reglamento inquebrantable. En caso de que alguna dama tuviera tres hijos, el primero, por ley, debía ser hombre, para continuar con el legado familiar. El segundo debía ser mujer, para crear alianzas a través de matrimonios. Y el tercero tenía la suerte de ser cualquiera de los dos géneros, junto con el privilegio de poder estudiar lo que quisiese y salir a probar suerte en el mundo.

El de futuro brillante, el desafortunado y el dichoso.

William pudo ser el primero. Pero tuvo la mala suerte de ser el segundo hijo cuando su madre se casó con lord Moriarty, quién ya tenía un hijo.

Desde ese día los pasillos en donde las mucamas y los sirvientes trabajaban, se llenó de murmullos respecto a los malos tratos con el destino con los que tendría que lidiar. Murmullos que el joven William había decidido ignorar.

Él tenía un papel que cumplir. Tenía un deber. Y lo había aceptado desde el día en el que se lo impusieron. Se deshizo de todo pensamiento que objetara lo contrario y dio el primer paso hacia su destino.

Tras la muerte de sus padres, dedicó su tiempo a ayudar en lo que pudiese a su hermano mayor Albert. ¿Había un problema? William lo solucionaba. ¿Alguna duda? William la respondía. ¿Una orden o petición? Él la cumpliría.

Un solo error y todo se derrumbaría.

Si Albert sostenía la espada, William se aseguraría de portar el escudo y ser el soporte. Si algo aseguraba un futuro brillante para su hermano menor Louis, haría hasta lo imposible por ello.

Por eso no pudo negarse ante la idea que Albert sugirió un tres de marzo, por la tarde. Nunca antes lo había visto tan cansado. Su semblante parecía estar a punto de quebrarse. Estaba claro que no quería hacerlo pero no veía otra alternativa.

Dos semanas antes tuvieron que despedir a cinco sirvientes porque el dinero ya no se daba a basto. La compañía que Albert dirigía pendía de un hilo desde la muerte de su padre, y solo pudo resistir diez años antes de que se hiciera la primera grieta en su trabajo.

Había una solución que incluso su padre se había planteado una vez, pero que jamás vio del todo necesario; La familia Milverton, los dueños de la compañía de mercaderes más grande de Inglaterra, tenía un hijo soltero.

Los ojos de Albert no se atrevieron a ver a William esa tarde. De manera que el joven Moriarty tuvo que tomar las temblorosas manos de su hermano entre las suyas y dedicarle una gentil sonrisa mientras asentía, con la esperanza de que fuera suficiente para borrar la expresión dolida de Albert.

Ese día el guión que debía seguir comenzó a escribirse con un nuevo escenario. Y la mañana de ese día en el que pedirían su mano, memorizó al pie de la letra cada línea. Y volvió a repasarlo mientras iban en el carruaje, camino a la mansión de los Milverton.

-¿Y tus guantes? -le cuestionó Albert a su hermano menor. Se había pasado todo el viaje revisando su vestimenta y postura.

-No me gustan los guantes -se quejó Louis.

-No vistes apropiadamente.

-¿Quién decide qué es apropiado? ¿Y si decidieran que lo apropiado es usar un salmón en la cabeza, lo usarias?

-Louis...

-Para mí los guantes son igual que un salmón.

Albert suspiró, cansado. Cuando bajaron del carruaje William le dio sus guantes a su hermano, sin que Albert se diera cuenta. Aunque Louis se negó al principio.

-Son tuyos, hermano -le dijo.

-Mantendré mis manos escondidas de la vista de nuestro hermano mayor lo más que pueda -susurró William, mientras le ayudaba a ponérselos.

Entre teteras y relojes (Sherliam) Yuukoku no Moriarty Donde viven las historias. Descúbrelo ahora