El canto de quienes añoran su hogar.

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William conocía su destino. Era la sombra que lo seguía a todos lados, y cuando tenía ocho años se negó a verla, sus ojos preferían contemplar el cielo antes que el suelo. Siempre odió aquella tradición. Y que se la mencionaran le recordaba lo cerca que estuvo su hermanito de ocupar su lugar. El matrimonio de su madre con el señor Moriarty había salvado a Louis, pero terminó condenando a William.

Aun así, jamás se lo reprochó a su madre. Porque sabía que al igual que él, ella tuvo que vivir con el papel de segunda hija.

Una vez le preguntó por su padre, en un arranque de valentía y una curiosidad que los murmullos en la mansión habían destado. Murmullos de mujeres que se compadecían diciendo que la salud de la señora había empeorado, que era de esperarse puesto que no existía medicina para un corazón roto. Y escuchó al encargado del grupo de sirvientes que atendían la mesa refutar contra las criadas, alegando que de pobre no tenía nada. Que ella sabía bien su papel y debió apegarse a él. Pero que en vez de eso casi manchó el honor de su señor al meterse con alguien que claramente no era su prometido.

William tenía apenas un año cuando este los abandonó. No recordaba su rostro, ni su voz. Se decía por ahí que huyó en un barco a quién sabe donde. Que jugó con los sentimientos de Clarise Amberding, la enamoró y al enterarse de que estaba por dar a luz a su segundo hijo, se fue sin querer asumir la responsabilidad.

Pero su madre no parecía guardarle rencor por el abandono, más bien lucía un tanto deprimida, culpable quizá. Pasó los ultimos de sus días escondiendo esa melancolía con una máscara de sonrisas amorosas. Respondió que ya lo había olvidado mientras su mirada contemplaba el cielo por la ventana.

Supuso de inmediato que aquella respuesta era una mentira. Pero la forma en la que se mordió los labios le hizo pensar que había un hechizo que le prohibía mencionarlo.

Y dos semanas después ella falleció. Con la mirada aun en el cielo. Igual que un hermoso canario cuya respiración se fue apagando mientras contemplaba que las posibilidades de volver a volar eran cada día más nulas.

"¿Cómo se sana un corazón roto?", se preguntó.

-Ah, con que estabas aquí -una voz lo sacó de sus pensamientos y apartó todas las sombras que lo habían estado abrazando.

Era Sherlock.

Se había deprendido de su abrigo para colocárselo encima de los hombros de William. Ni siquiera hubiera notado su presencia de no ser por ello. Escuchó cómo se sentaba a su lado, con la espalda recargada en la fuente donde se alzaba la estatua.

Ver a Lestrade y a los demás le dejó una inseguridad de atreverse a mirar a los ojos de alguien. Pues temía encontrarse con un rostro desolado, un rostro preocupado, un rostro furioso. Un rostro que le apremiaba a tomar una decisión, unos ojos que suplicaban piedad.

Pero en Sherlock no vio nada de eso cuando se animó a mirarle de reojo. De hecho, la sonrisa que le dirigió le hizo preguntarse por un segundo si la guerra era un mito.

-Te he traído algo -le anunció, con gesto alegre.

Puso su sombrero boca abajo y luego de un redoble de tambores con sus dedos, descubrió un bulto no muy grande envuelto en una servilleta morada. La desenvolvió con delicadeza y le extendió un panecillo con semillas de amapola encima.

William parpadeó perplejo. La verdad todo aquello lo tomó por sorpresa.

-Tranquilo, este no te hará enorme. Te lo prometo -le aseguró Sherlock, con una carcajada-. Aunque debo admitir que le puse un poco de medicina a la mezcla. Solo un poquito. Una pizca. Una lágrima. Ni si quiera sentirás el sabor amargo. Me aseguré de ello.

Entre teteras y relojes (Sherliam) Yuukoku no Moriarty Donde viven las historias. Descúbrelo ahora