Comedido

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Ya faltaba tan solo una semana para el ansiado veinticinco de diciembre, y Martín aún no había ni comprado lo que comerían ese día y mucho menos habían armado el arbolito el ocho de diciembre como todas las demás familias. El trabajo, la facultad y el calor lo habían obligado a postergar todo hasta que ahora se encontraba casi llorando frente a las góndolas del supermercado.

Inflación la puta que te parió y la recalcada concha de su madre, decía el rubio platinado de ojos verdes y prominente nariz con una lata de durazno en almíbar en su diestra. ¿Cómo podía costar quinientos pesos como barato? Aunque aquel susto no fue nada en comparación a cuando entró al frigorífico principal del barrio. Se sintió asaltado de forma voluntaria a punta de chinchulines.

Sebastían lo castraría cuando viera el resumen de la visa el mes próximo, pero era un problema para el Martín del futuro, ahora tan solo quería llegar a su casa y meterse en la pelopincho. Pero antes tendría que soportar al menos otra hora más en aquel infierno que era el tránsito en aquella época del año. Al volver tendría que soportar la vocecita del uruguayo diciéndole: "yo te dije que hicieras las cosas con tiempo, viste que siempre tengo razón. Viste que sos un pelotudo".

Al llegar primero bajó todas las bolsas de las compras, Sebastián no ayudó ni siquiera con una de ellas, estaba concentrado en armar el arbolito que había comprado ayer por la tarde, ya que había perdido todas sus cosas navideñas anteriores en la mudanza del año pasado. Cuando por fin tuvo todo sobre la mesa del comedor, volvió al living dónde estaba su pareja.

—Que carita de orto que tenemos hoy —comentó observando el ceño fruncido de Sebastián.

—¿Qué carita de orto? —repitió indignado— Como no voy a estar así si todo lo que trajiste es una mierda. Decime cómo pija combino dorado con morado y rojo. Sos daltónico o qué mierda, pedazo de minusválido mental —le reclamaba histérico agarrando un paquete de horrendos moños verdes fluorescentes para tirarlo en la cara de Martín.

—¡Encima que me banque cuarenta grados de calor ayer y hoy y unas filas eternas en el Ferni, te quejas! —exclamó colérico agarrando del piso aquellos moños que, a su criterio, estaban bien. Eran vistosos y bastante peculiares.

—¡Pero tenes un gusto de mierda, pelotudo!

—¡Entonces hubieras movido el orto vos, culiado!

Martín Hernández ya estaba hastiado del mal carácter del uruguayo en aquella última semana. Sabía que a ambos el calor los ponía mal, que no estaban acostumbrados a esas altas temperaturas que, por la deforestación y el cambio climático, habían comenzado a ser recurrentes en los últimos veranos de Argentina. Pero aún así, no era justificación suficiente para ser tan mal agradecido con él. Y para no continuar con aquella estúpida pelea, resolvió darse la media vuelta y encerrarse en el cuarto con el aire acondicionado, pero entonces Sebastián tomó un Papá Noel en sunga y lo hizo impactar contra su espalda en un fuerte golpe que le hizo soltar un quejido de dolor.

—¡¿Pero qué te pasa, pedazo de enfermo?! —gritó volviéndose hacia él.

—¿Me vas a dejar solo armando este árbol de poronga? —inquirió antes de empujarlo con bronca. Martín se cuestionó en ese momento cómo es que estaba enamorado de un loco como Sebastián Artigas.

Cansado de la situación, hizo a un lado al rubio cenizas, sacó todos los adornos de la bolsa blanca del Ferni con nula delicadeza, y rompió rápidamente todas las empaquetados para colocar cada esfera, campanita y Papá Noel en sunga por cualquier lado, sin importarle que un lado estaba más cargado que otro, por lo que el arbolito se fue hacia atrás y empezó a sostenerse de la pared por mera fuerza divina. Luego, con más hastío que antes, le enredó un par de boas naranjas flúor y colocó un pitufo azul brillante en la punta.

Mates dulcesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora