El caniche volador (Parte III)

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—¡Sos un pelotudo, Martín! —me gritó Sebastián agarrando al pelotudo de su perro ahora pelado como un gato egipcio. Era más feo de lo normal y temblaba como una hojita al viento. No podía haber perro más pelotudo y puto que el de mi novio uruguayo. Que raro es describirlo de esa manera, pero si no lo presentaba como mi pareja oficial me daba una patada en los huevos. Ya no resistía los intentos de castración.

—Vos no me dijiste lo que le tenía que decir al pendejo de la peluquería canina, yo se lo dí y así me lo devolvió —me justifiqué encogiéndome de hombros.

—¡Ta! ¡Sos inútil vos y el guri de la veterinaria. Los argentinos son todos unos pelotudos de mierda! —seguía escupiendo enojado.

Creo que solo lo había visto así de molesto cuando le eché azúcar a su mate. Esa tarde me gritó de todo, que le había arruinado el porongo, que tendría que comprarse otro, que era un metido de mierda, que mejor me hubiese metido mi yerba y mis yuyos por el orto antes de arruinarle su mate. Que suerte que no llegué a echarle el coco rallado, creo que le hubiera dado un sope en ese mismo instante.

—Bueh, calmate, le compramos uno de esos saquitos para perros trolos que siempre le pones y listo. Es igual de feo que siempre. —No debí tirar ese comentario, me revoleó uno de mis ceniceros por la cabeza; ceniceros que ahora no eran más que nostalgicos adornos que me recordaban mi feliz vida pasada. —¡Me pudiste matar con eso! —grité tras esquivarlo de casualidad.

—¡Mejor! ¡Morite, mierda! —Se sentó en el sillón con ese perro de porquería que estaba al borde del colapso, y vi como se le humedecían los ojos mientras se esforzaba por no llorar.

—¿Tanto por esa bosta con patas?

—No es solo el perro, Martín. Vos en serio que sos un gil que no se da cuenta de nada. ¡Estoy cansado de vos! —¿Cansado de mí? ¿Yo que hice además de adaptarme a todos sus caprichos? Debería ser yo el casado de él, siempre manipulandome con su sonrisita perfecta y el brillito especial en sus ojitos almendrados que por poco me dejaban sin aliento. Me hubiera gustado recriminarle algo de eso, pero en cambio me senté a su lado y sentí una oleada de emociones angustiantes que se iba apoderando de mi cuerpo y me producían un áspero nudo en la garganta.

—¿De qué hablas? —pregunté tratando de mantener la calma.

—De todo bo, siempre te tengo que estar diciendo qué hacer, vos jamás tenes iniciativa de nada. —Levantó la mirada y me vió directamente a los ojos, no podía creer lo mucho que me destrozaba ver esa decepción en cada facción de su rostro—. Hace más de un año que salimos y no me has preguntado por mi vieja o mis hermanos. Cada vez que estoy en una videollamada con ellos vos estás en otro mundo y no te importa.

—Pensé que era tu intimidad, que no tenía nada que hacer ahí, yo...

—Pensé que... creí que... me parecía que... ¡Siempre lo mismo vos! —Se levantó de golpe y tiró el perro al suelo que fue rápido a refugiarse en el pecho del gato que con el tiempo había aprendido a soportarlo, aunque no a quererlo exactamente.

—Voy hablar con tu vieja y tus hermanos si vos queres, no te pongas así che, yo...

—Si yo quiero, porque vos vas y haces todo lo que yo quiero. Ves que no tenes iniciativa de nada. Deja, yo no quiero que me sigas complaciendo, quiero ver lo que vos queres hacer. A ver... qué le dicta el corazón hoy al comodorense Martín Hernández.

¿Qué me dicta? Me dice que se vayan todos a la mierda. Por estas cosas no quería enamorarme, ni dejar entrar a alguien en mi vida. Las cosas siempre terminan mal, como los techos de Comodoro después de un temporal.

—Vos te metiste en mi vida y en mi casa con ese perro de mierda. ¿Y ahora me preguntas qué mierda quiero? ¿No es un poquito tarde, che? Bueno, digo, si es que tu personalidad de diva caprichosa te lo permite ver. —Sé que no quería decir eso, pero estaba enojado, y también profundamente asustado.

Mates dulcesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora