El caniche volador

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(Universo chubutense parte 1)

Cinco y media de la tarde y me encuentro abrazado a un potecito de kilo y medio de helado rogando que no se me vuele un tercer cigarrillo antes de llegar a mi departamento. A mí nada más se me ocurre salir a comprar con una alerta amarilla casi naranja. A mí, y al pelotudo que viene por la calle de enfrente que, al verme, se cruza corriendo y me pide ayuda con su perro que se le voló hace un rato. 

Me dice que lo vio meterse en un primer piso, que tal vez se metió en el edificio de la esquina, no está muy seguro, apenas si pudo ver algo con el viento. Yo le preguntó qué tipo de raza es, la respuesta ya la tengo previsualizada en mi cabeza, y él no hace más que confirmarla, salió a pasear con un caniche trolo. Este pibe no puede ser tan minusválido mental. Vientos de doscientos kilómetros por hora y él sale con un caniche que se te vuela hasta con un ventilador en potencia media. 

Luego me dice que no es de acá, que recién se mudó desde Uruguay, como si eso de alguna manera lo justificara, lo hiciera menos pelotudo. La verdad es que me importa un bledo quién es y de dónde viene y cómo se le caen tan malas ideas de la cabeza habiéndose mudado al parque eólico más grande del mundo. Le digo de manera apática que lo acompaño a buscar al perro y me tomo el palo, que se me va a derretir el helado o volar el pucho. Él asiente bastante satisfecho y me agrega a su presentación innecesaria que se llama Sebastián Artigas y que es profe de Lengua.

Yo le digo que soy mengano y dale que tengo cosas que hacer como no salir volando como el pelotudo de tu perro. Se da la media vuelta aguantándose las ganas de putearme y tal vez piensa en renunciar a mi ayuda, pero entonces una ráfaga de viento nos golpea a ambos. Sus anteojos se quisieron volver barriletes, y yo los agarré en plena transmutación por encima de mi cabeza. Él rápidamente los recupera y me agradece aliviado, que le hubieran salido muy caro un par nuevo en este momento. Y si, pienso, si te mudaste a inflanciolandia.

Finalmente llegamos a donde sospecha que aterrizó el caniche trolo. Me hace hablar a mí, porque él todavía es muy forastero y siente que le cae mal a todo el mundo; y si a todo el mundo abordas como a mí, tal vez tengan motivos para que les caigas mal. Aunque acá en Cómodo Rivadavia la gente siempre tiene cara de culo independientemente de quién seas o qué hagas. Pero al final no tengo ganas de discutir y voy y toco el timbre como un boludo. Le pregunto a la doña si por casualidad en el balcón no le cayó un caniche volador.

La señora me dice que si, que ya le había puesto nombre: cometa, el domador de vientos. Que original le digo, pero cometa tiene dueño, y le señalo al rubio detrás mío que al ver a su perro lo agarra rápidamente entre sus brazos. La doña se apiada de él. Pobrecito, dice, pero que no sea tan pelotudo de pasearlo en semejante temporal. Nos despedimos de ella y Sebastián comenta que no ha puesto cara de culo, que fue muy amable, que está muy feliz por eso. 

Le digo que en general la gente es así, buena, y bastante accesible. Solo que a veces la cara de culo es inevitable cuando casi siempre está nublado y hace frío. Él parece entenderlo, yo amago despedirme tras tirar mi pucho todo destrozado por la ventisca que antes nos golpeó.

—¿Te vas a comer todo eso solo? —me pregunta señalando mi potecito sobreviviente entre mis brazos. 

—Si, obvio, por qué —respondo casi como si temiera ser asaltado.

—Porque podrías invitarme a tomar helado con vos, aunque si queres pago la mitad de lo que te salió. Quiero hacer un amigo, estoy muy aburrido en esta provincia solo. 

—Y a mí que me importa. No te metas con mi helado.

—Angurriento.

—Confianzudo.

—Dale.

—¡No!

Y me fui, y él se fue conmigo. Se sentó en mi living, agarró una de mis cucharas y se comió la mitad de mi helado. No vuelvo ayudar a alguien, menos a alguien con un caniche trolo que me tuve que aguantar en mi sala molestando a mi gato. Quién me manda a vivir en el Sur.

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Nota:

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