De pequeña mi nana solía contarme historias sobre el cielo, el infierno y el purgatorio. Aunque no era lo correcto, ella creía un poco diferente al resto, así que, a escondidas de mi padre, me admitía que no creía en el purgatorio.
Quisiera verla ahí mismo.
No puedo explicar cómo es estar en un lugar que existe y a la vez no lo hace. El purgatorio siempre me lo imaginé como un sitio frío, lleno de almas llorando todas sus penas y esperando su momento de redención.
En casa, todos los días antes de la hora de dormir, hacíamos una oración por todas esas almas que estaban perdidas en el purgatorio. Siempre me daba miradas en secreto con Emma, mi nana e institutriz, quien había hecho el trabajo de madre luego de que la mía muriera en el parto de mi hermana menor, cuando yo tenía solo tres años.
Mis padres, en ese lapso tan pequeño de tiempo, habían tenido otros dos bebés de siete, pero al final solo quedó mi hermana, Katherine, pero esa es otra historia que quizá cuente más tarde.
Como decía, siempre me daba miraditas con Emma porque yo conocía lo que ella pensaba y ella también sabía que yo tenía ese conocimiento. Siempre tenía que suprimir mi risa, aunque de pequeña siempre se me hizo más difícil que de grande.
Siempre que recordaba a Emma me imaginaba lo que diría de saber que, en efecto, sí existía un lugar llamado limbo. Varios, de hecho. Solo que en ese el que yo estaba no era como lo había imaginado nunca. Todo era blanco con un tono rosáceo, lo que me daba ganas de vomitar. ¿Todo tenía que ser tan cliché?
Antes de continuar, quiero detenerme en esa palabra. Cliché. Bonita, ¿no? Me la enseñó una chica que había pasado por ahí hacía poco tiempo. No podía decir con exactitud hacía cuánto porque el tiempo ahí no se contaba igual que en el mundo. El caso es que ella solía repetirla. Me había caído bien en un principio, era una muchachita encantadora que tampoco creía en el amor romántico como yo, así que había congeniado muy bien, solo que ella comenzó a creer luego de su primer caso.
Yo seguía ahí luego de siglos. Y podía decir que había pasado mucho tiempo desde mi muerte por todo lo que lograba ver cada que volvía mi mirada al mundo humano. La moda había cambiado, los vestidos que yo solía usar se habían cerrado y convertido en pantalones con el paso del tiempo. En mi época, usar una de esas prendas hubiese acarreado al exilio y a que ningún hombre con buenos intereses se fijase en ti, pero eran otros tiempos.
También podía notar los cambios en cada persona que llegaba al limbo, con las entonaciones y nuevas palabras que yo tan ávida aprendía. Me gustaba culturizarme, más que todo para poder dialogar con un los demás y me entendiesen. Cuando yo llegué también tuve que enseñarle a alguien nuevas costumbres y prácticas que escandalizaron, pero me extrañaba que todo cambiara con tanta rapidez. Me hacía sentir nostálgica y vieja, aunque mi apariencia siguiera siendo la de esa muchachita de diecinueve años a la que iban a obligar a contraer nupcias.
De nuevo, esa es otra historia que contaré luego. Como verán, tengo muchas historias por contar.
Debo volver a especificar cómo era el purgatorio —o limbo, como lo prefieran—, así que continuaré. No había sombra que viviese en las esquinas. No había tonos oscuros, de hecho, así que el vestido morado con el que yo había muerto había sido sustituido por una bata fina que en un principio me hizo sentir descubierta ante las miradas de varios hombres. Me había acostumbrado a mi nuevo look —otra bonita palabra aprendida—, pero a lo que sí no podía acostumbrarme era a las nubes. Ahí no se dormía, ¿qué alma puede dormir?, pero sí podía descansar en nubes. Sí, como los ángeles, excepto que ahí no había ángeles. Incluso Henry, un hombre que había llegado hacía tiempo, había asesinado a sangre fría a un su hijo y a un gatito. ¿Alguien puede pensar en algo menos angelical que eso? Porque yo no, no podía pensar en algo menos angelical que un gatito y un bebé de solo cuatro años. Él había alegado que lo hizo por amor, pero ahí estaba, así que todos sabíamos que mentía.
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¿Quién flechó a Cupido?
FantasySe dice que después de la muerte nadie puede asegurar qué vendrá... Marié sí puede: si no crees en el amor, estás condenado a hacer de cupido hasta que te convenzas de que sí existe para alcanzar la bella eternidad. Después de todo, el paraíso es un...