Flecha 4

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La suavidad de la cama era tan buena para mí que quise acostarme y revolcarme en unas mantas que no me pertenecían, que eran de un hombre joven y apuesto y, además, olían a una fragancia fuerte y cautivante. Si mi padre me viese y supiese mis pensamientos, me encerraría en un convento.

La puerta se abrió, así que sonreí y alejé de mi mente todo pensamiento indebido. Debía esperarme a la noche, hasta que la luz del día cayera y pudiésemos ir a dormir para cumplir mi sueño de sentir la suavidad y comodidad de esa cama.

—¿Irás así? —Sentí mi sonrisa vacilar. ¿Qué tenía mi atuendo? ¿Era muy inapropiado el largo de la falda? ¿Quizá mi blusa mostraba mucho de mi cuerpo? ¡Pero con un estilo parecido había llegado y me había halagado!

—¿Hay algo inapropiado con mi atuendo?

—¡No, no! Estás hermosa, solo que afuera hace un poco de frío, estamos en invierno, así que te vas a congelar.

—Oh... No creo que eso sea un problema, cuando estaba viniendo hacia aquí no sentí nada de frío. Supongo que en realidad mi cuerpo no es tan terrenal como parece.

—Atravesaste una puerta... es imposible que sea terrenal. Me daré una ducha y podemos salir, espérame aquí.

Asentí una sola vez y me quedé con mis manos cruzadas sobre mis rodillas, esperando. Desde afuera escuché el agua caer de la ducha mientras mis ojos recorrían con mayor precisión la habitación.

Tenía un par de libros, sobre economía, pude ver, pero no era un tema que me interesara. El hombre que se me había asignado había abierto una de las puertas, dando paso a una pequeña habitación que solo tenía un escritorio ahí.

¿Se me permitía curiosear?

Bien, ya dije que la discreción no había sido uno de los dones que el señor me había regalado a comparación de otras mujeres de mi época y si no lo había dicho, lo digo ahora.

Plisé mi falda al levantarme, todavía escuchando el agua caer. Presentí que solo tenía un par de minutos para andar por ahí, aunque él había dicho que me sintiera como en casa, lo que me daba, de alguna u otra manera, permiso para caminar por ahí, mas no para indagar en sus papeles.

Corrí sobre las puntas de mis pies hasta el escritorio. Estaba desorganizado, haciendo contraste con el resto de la habitación.

Sonreí al ver un papel suelto. Tomé asiento en la silla y me puse manos a la obra.

Quizá lo que más recordaba de mi padre eran sus manos enseñándome a doblar el papel en una técnica que había aprendido en uno de sus viajes. Esperaba que no se me hubiese olvidado la técnica.

Al primer doblez me remonté a la época en la que mi yo pequeña estaba sentada en las escaleras de nuestra casa, esas que daban al jardín exterior y al campo en donde teníamos pastando a las bestias, mi padre tomando mis pequeñas manos mientras Emma miraba todo sentada a lo lejos, dejándonos, a pedido de mi padre, un poco a solas.

Casi que escuchaba la voz de mi padre hablarme al oído, diciéndome las instrucciones.

Él y yo habíamos sido unidos, todo lo que un padre pudiese serlo de su hija. Era, después de Emma, la persona a la cual más extrañaba. Era negociante, así que no lo veía mucho, pero, cuando lo hacía, me alegraba todos los días hasta que murió mi madre y tuvo que conseguir otra esposa.

—¿Haces origami? —mi cuerpo se sobresaltó, mi corazón decidiendo emprender una carrera fuera de mi pecho.

Sin embargo, el susto por sentirlo tan cerca no fue tanto comparado a la vista que me ofreció.

¿Quién flechó a Cupido?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora