1. Fin del mundo

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El ruido del timbre de la puerta principal fue tan fuerte que la despertó incluso con su habitación cerrada. Intentó ignorarlo porque sabía que Inés, su empleada de hogar, atendería a esa visita tan molesta. Pero los puñeteros golpes seguían y ella tenía demasiada resaca como para soportarlo, así que decidió contestar ella misma a la puerta.

Apartó el brazo de la chica desnuda que descansaba a su lado y apartó la pierna del chico desnudo de su otro lado para hacerse camino y salir de la cama. Se vistió rápidamente con unas bragas y una camiseta larga que encontró y salió de su habitación con su cabeza dando punzadas con cada rayo nuevo de luz que entraba por su retina.

Se sentía un poco en la mierda. No era un sentimiento nuevo.

Entró en el enorme y lujoso salón donde la luz se reflejaba en los discos de oro que tenía colgados en la pared con su nombre en grande.

Lu Morrigan.

Bueno, su nombre tampoco, pero es que jamás pensó usar su nombre biológico cuando se hizo cantante, porque Luisa no era el nombre más moderno del mundo, y Gómez ya lo había pillado Selena.

Se quedó mirándolos durante unos segundos. El trabajo duro de años conseguido, récords batidos, y la cima conquistada. Ahora que había tocado el cielo, se había quedado colgada en el éxtasis que había supuesto alcanzarlo. Ahora sólo había demasiada fiesta, mucho sexo y cualquier cosa que consiguiera volver a llenarla de nuevo.

Lo tenía todo, no quería pensar en porqué se sentía tan vacía.

Los golpes persistieron en la puerta y ella salió de sus propios pensamientos de un malhumor que no creía que pudiera empeorar.

– ¡Que ya voy, joder!

Se dirigió hacia la puerta y al abrirla, supo que se había equivocado. Su malhumor sí que podía empeorar. Cuando abres la puerta de tu casa y te encuentras a tus representantes mirándote de esa manera, sabes que todo va a empeorar. Sobre todo, cuando se le ocurrió la genial idea de que sus representantes fueran sus padres.

Errores de niña.

Sus padres la miraron de arriba abajo con la desaprobación a la que ya se había acostumbrado ver en sus caras, pero como siempre, no dijeron nada. Les dejó la puerta abierta y se tiró en el sofá mientras sentía que la resaca se acentuaba en su cabeza, y ahora lo acompañaba el estómago. Suspiró, busco a tientas en la mesa el paquete de tabaco y se lo encendió mientras sus padres se sentaban en el sofá frente a ella.

Dio una calada y cerró los ojos. No quería mirarlos, la fiesta que había montado anoche se desmadró más de la cuenta, como solía pasarle todas las noches, y los restos de aquel desfase seguían desparramados por todos lados.

Escuchó a su madre hacer una mueca de desaprobación, pero la ignoró. Solían estar tan unidas y ahora... ahora no podían tener una conversación sin discutir.

– ¡Inés! ¡¿Puedes traerme un paracetamol?!

No se escuchó respuesta y Luisita suspiró por la punzada que le cruzó la cabeza ocasionada por subir la voz.

– Luisita, cariño. Tenemos que hablar sobre algo.

La voz de su padre parecía preocupada, pero no le dio mucha importancia. Su padre era el rey del drama.

– Iván dimite.

A eso si que abrió los ojos y se incorporó para mirarle.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– No está contento con sus condiciones.

– No se lo suavices, Marcelino. – interrumpió Manolita. – lo que realmente dijo es "no me pagáis lo suficiente como para seguir siendo el guitarrista de esa niñata".

Si muriéramos mañana.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora