VIII

404 70 66
                                    

Las calles cercanas a la plaza central se iluminaron con cientos y cientos de farolas de petróleo. En los bordes de las calles, los caminos de flores guiaban hasta el camposanto de la iglesia, ahí se reunían las familias, se ponían veladoras, se ofrecían rezos.

Mientras que en la plaza central, la fachada de la iglesia fue el lugar elegido para poner la ofrenda a todos los seres queridos de los habitantes de ese pueblo, había flores, y panes, calaveritas de azúcar y botellas de mezcal, la gente se reunía a su alrededor. La curiosidad los orillaba a acercarse, la nostalgia los hacía quedarse, solo para admirar la belleza del lugar, o para conversar en silencio con aquellos a los que amaron.

En la calle principal, esa que iba de la entrada del pueblo, hasta la iglesia, se dispuso el enorme mercado, puestos coloridos que ofrecían flores de cempasúchil, calaveras de dulce, panes o alcohol. La calle se hallaba abarrotada, los habitantes iban y venían entre las flores, incluso las mujeres españolas paseaban entre los campesinos.

En medio del barullo de los habitantes, la jovialidad de las mujeres jóvenes se vió interrumpida, cuando la vieron aparecer entre el gentío. Ella, con su sonrisa hermosa, el largo cabello  bailando con el viento, adornado con una corona de flores de Cempasúchil, con ese vestido blanco que hacía resplandecer su blanca piel. Iba tomada del brazo de su esposo el extranjero, sosteniendo con la otra mano a su pequeña hija, de largos cabellos trenzados y adornados también con flores.

La familia se movió entre los puestos, ajenos a las miradas y los murmullos que los tenían como protagonistas. Era la primera vez que disfrutaban de ese festival como una familia completa. Eri corría de un lugar a otro, arrastrando a su mamá, quien terminaba por llevar consigo al fornido rubio, la pequeña familia dio vueltas y vueltas por la calle principal, de puesto en puesto, hasta que volvieron al pie de la iglesia, donde se detuvieron al escuchar el retumbar de los cohetes.

Eri intentó correr hacia los niños que jugaban con el fuego, Izuku la detuvo, era peligroso, Katsuki le prometió que si ambos la vigilaban nada podía pasarle. Entonces dejó que su pequeña se uniera a los juegos con el resto de niños.

Mientras la lluvia de chispas se elevaba sobre el cielo, y las risas de los pequeños atraían miradas curiosas, Izuku descanso su cabeza sobre el hombro de su marido, ambos estaban sentados en uno de los escalones, mirando en calma la inmensidad del cielo nocturno.

—Te amo —murmuró ella sin mirarlo.

El respondió con el lenguaje de su alma, mirándola con devoción, no tenía las palabras para decirle cuanto le alegraba su sola existencia, que se sabía el hombre más afortunado del mundo solo por poder ver su sonrisa en ese preciso instante. La besó con ternura, deleitándose con el sabor de la persona que amaba.

Y el mundo los miró de nuevo, y murmuró sobre esos dos seres que se amaban profundamente, sobre dos jóvenes cuyas almas bailaron al ritmo que compusieron para ellos las estrellas.

A la distancia, María los miró con una sonrisa, y cuando se separaron, supo que era su momento de acercarse.

—He estado buscándote toda la noche —dijo con falsa furia—, tenemos que prepararte para el concurso de catrinas.

Izuku miró a su amiga, se separó de Katsuki y miró detrás de sí misma, buscando a quien le hablaba María.

—¡Izuku, hablo de ti! —regañó la castaña.

—¿Qué? —preguntó incrédula—, ¡te dije que no iba a participar!, ¡no puedo con tantos ojos sobre mí!

—¿No quieres que Eri esté feliz por verte en el escenario con tu vestido nuevo? —insistió María.

Llorona (KatsuDeku)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora