L1 - Capítulo 7

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Desde que se habían conocido hacía ya nueve años, Charles nunca había tenido secretos para Raven así que cuando regresaron al hotel no dudó en ponerla al tanto de todo lo que habían descubierto. La mutante no se sorprendió demasiado. No creía en los hombres, que un mutante hiciese lo mismo que sus semejantes los humanos era algo previsible. De no ser por Charles hubiese dejado de creer en la bondad de la humanidad hacía mucho tiempo.

—Lo mejor es que salgas del país, Raven, y cuanto antes —sentenció Charles y Hank asintió enérgicamente, apoyando su resolución, pero la mutante frunció el ceño, obstinada.

—¿Creéis que voy a huir sabiendo que vosotros os quedáis aquí con un loco supremacista? Ni hablar. Me quedaré y lucharé si hace falta.

Charles negó con la cabeza, cansado, y se apoyó contra el marco de la puerta, sabiendo que no tenía nada que hacer contra Raven si había tomado una determinación, pero Hank insistió.

—Pueden pasar meses hasta que tengamos un plan sólido y hasta ahora, a falta de una idea mejor, dependemos de que yo solo diseñe algo que ni siquiera sabemos si es posible.

"... O si es peligroso" escuchó Charles en su mente, pero no sé inmutó. Sabía los riesgos que corría, pero no me importaba. Si su poder servía para algo, lo usaría. Erik lo había definido como "poderoso y hermoso" y sabía que no lo decía con frivolidad.

Pensar en Erik hizo que el corazón de Charles se encogiese. Había pasado solo un día, ¿pero sabía él que lo habían denegado la entrada a la biblioteca? Si lo sabía debía creer ahora que jamás volverían a verse.

Charles volvió a coger su abrigo y se lo puso apresuradamente, colocándose después el sombrero.

—¿A dónde se supone que vas? —lo regañó Raven como una madre.

—Volveré en unas horas —fue todo lo que respondió antes de salir disparado a la calle como solía ocurrir cuando tenía clases por las mañanas en la universidad y se había quedado dormido debido a la resaca del día anterior.

Charles atravesó las calles heladas como un flecha, hasta que el aliento le faltó y sus pasos se volvieron lentos y torpes por el cansancio.

Subir las malditas escaleras de entrada fue una tortura, pero recobró el ánimo cuando al entrar se encontró con otro bibliotecario que ni siquiera le pidió las credenciales y le dejó pasar sin más.

Buscó por los pasillos y gritó mentalmente su nombre, hasta que esos gritos se transformaron en susurros en el aire, pero solo lo recibió el vacío.

Charles golpeó una de las estanterías. Era recia y estaba contra una de las paredes, de modo que solo se hizo daño, y se metió el puño en la boca para acallar sus sollozos de rabia y de pena.

Tras patear varias veces el mueble, se giró y se dejó caer, raspándose la espalda.

Allí, derrumbado en el suelo, lloró como un niño, encogido, escondiendo su rostro entre sus rodillas, apretadas contra su pecho.

Quizás solo fueron unos minutos, pero parecieron prolongarse hasta la eternidad antes de que la calidez de una mente conocida y amada inundase a Charles y notase un roce fantasma en sus hombros, pasando por su espalda.

—¡Mein Gott, Charles, qué cara tan bonita! Vas a hacer que solo quiera hacerte llorar —bromeó Erik y Charles alzó la cabeza para mirarlo, como si de repente le hubiesen robado el aliento y ya no le quedasen más sollozos.

Sus mejillas estaban hinchadas, exuberantes, casi tan rojas como sus ojos y su nariz, donde las pecas se marcaban con gracia. El azul infinito de sus ojos destacaba con especial intensidad entre el resto de colores, proyectando destellos con el resplandor de la luz en las lágrimas aún no derramadas.

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