La sala del juicio estaba repleta de personalidades. Todos ellos vestían con galones y, como si de un caso notorio se tratase, observaban con expectación a Eleuteria.
La amplitud de la sala cohibía a los visitantes. Mantenía ese clasismo mediático que solo se abría cuando un caso era importante y el evento generaba expectación. Sus consecuencias podían cambiar el curso de la historia. A ojos de extraños, el juzgado era una especie de sala griega repleta de pilares clásicos que imitaban a los tres tipos conocidos como dórico, jónico y el corintio. Los tres recordaban los estilos y su evolución en la vida. Una arquitectura extraña que se fusionaba con una cúpula romana que abrazaba a todas ellas. Todos los seres, sin importar quienes eran, tenían cabida allí. Todos tenían derecho o, al menos, eso se pretendía.
Se observaban estatuas que simbolizaban autoridades y creencias de todas las culturas. Desde un guerrero mongol gritando a caballo, a un samurái inclinándose. También se representaban tristes escenas, como una estatua de Sócrates y la traición del gobierno ofreciéndole cicuta. Incluso paralelismos; en una esquina la estatua de un caballero liberando a un pueblo con el apoyo de otros doce; en contraposición de otro más solitario, en la otra esquina, enfrentándose a molinos de viento. Se condensaban figuras célebres en las paredes y los suelos de todos los tiempos. Científicos, filósofos, investigadores, inclusive, cantantes. Todo se concentraba en esa sala. La decoración era caótica, como caótica era la vida. Sin embargo, mantenía un orden y una belleza. Les recordaba que la justicia existía y, esta, debía avanzar.
Inspiraba un equilibrio difícil de mantener e imperfecto. Un fino hilo, invisible al ojo humano, que sostenía la realidad. Un símil a que un simple estornudo pudiese destruir aquella obra arquitectónica con facilidad, pero, conscientes de ello, siempre avanzaba hasta lugares inauditos. Era un misterio entender el por qué esa sala no se derrumbaba por su propio peso y, en esa incomprensión, residía su pureza y belleza arquitectónica. Cinco minutos en ella para sentir confort en sus sillas y saber que, pasase lo que pasase, ese hilo jamás se rompería y el destino se cumpliría. Lucharían si hiciese falta para mantenerse erguidos, mientras avanzaban sobre la cuerda floja del caótico cielo.
Y allí, en una zona elevada, desde una grandiosa mesa de madera, donde antes se ubicaba un simple atril, se sentaba Mythos. Siempre repasando sus papeles. Respetado y temido, aunque nada impedía coquetear con pensamientos burlescos sobre su físico. Por este motivo, era el único juez que odiaba los juicios puesto que las comparaciones eran odiosas. En esa sala resaltaban las imperfecciones del poder y su físico delgado. No existía juicio en el que no detectase algún recital de Quevedo en el pensamiento de los presentes:
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POEMAS Y CUENTOS; O NO (Bienvenidos AL ABSURDO y AL NO ABSURDO)
De TodoUn Camarero... Una persona... Ella... Un juego... Una realidad y una ficción.