Capítulo 3. Allegra

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Allegra refunfuñó mientras recogía la toalla y se sentaba temblando con los ojos cerrados. ¡Casi se ahoga por el estúpido señor Cadaval, que le había dado un susto de muerte!

Sí, era cierto que no habían pedido permiso, pero las niñas estaban tan decepcionadas por no poder bañarse en la piscina de la urbanización porque un niño pequeño se había hecho pis y la habían vaciado que, pensando que no molestarían mucho, lo había decidido. El señor Rodríguez aceptó a regañadientes, porque ya estaban allí y no esperaba al hombre hasta la noche. Pero no, tuvo que venir antes. No sabía cómo aguantaba su malhumor.

Le había dicho que la casa había pertenecido a una acaudalado empresario y su familia y que al morir el hombre, el capitán la compró, con servicio incluido. Él agradeció no quedarse sin empleo, pero este nuevo jefe no era como el antiguo. No cuidaba los muebles y era todo un suplicio para él. Lo vio cuando caminaba descalzo, mojando el exquisito y delicado suelo, o cuando dejaba una bebida encima de cualquier sitio.

Lo que sí había observado ella es que pasaba mucho tiempo en la biblioteca. En realidad, cuando estaba en casa, se dividía entre la sala de juegos y la biblioteca. Todavía no habían comido o cenado con él ningún día.

Abrió los ojos, ya recuperada. Joanna se había asustado, aunque no tanto como ella. Cuando cayó al agua y no hizo pie, le entró un pánico tremendo y no pudo razonar. Aunque Marga intentó sacarla lo único que había conseguido es hacerle tragar agua a ella también. Hasta que él se decidió a sacarla del agua y la dejo en el suelo del tirón. Ella tosió como una loca intentando expulsar el agua que había tragado. Si hubiera podido le habría dado un buen puñetazo. En lugar de ayudarla se había quedado mirando, como le había contado después Joanna.

«Idiota, imbécil y gilipollas», no se podía decir otra cosa mejor, aunque sí peor.

El señor Rodríguez insistió en llamar a un médico o a una ambulancia, pero Allegra ya se encontraba bien. La tarde transcurrió más tranquila y ella no se acercó a la piscina. La pequeña Joanna insistía en enseñarle a nadar, pero ella tenía demasiado miedo. Recordó cuando su padre intentó hacer un truco en una urna llena de agua y casi se ahoga. Supuso que desde entonces tenía pánico. No lo sabía con certeza.

Mientras miraba a las niñas jugar se iba enfureciendo cada vez más. El tipo tenía una hija encantadora, que no daba problemas y no le hacía ni caso. Ni una muestra de cariño, apenas le dirigía la palabra. Y ella se limitaba a sonreírle, sin protestar. Poco a poco, la furia la fue invadiendo como una olla que, al final, explotó. Se levantó, furiosa y entró en la casa mientras las chicas se la quedaban mirando con curiosidad.

Allegra había sacado la ira italiana de su madre y su rostro estaba enrojecido cuando entró en la biblioteca hecha una furia. El señor Cadaval estaba sentado en un sillón y levantó la cabeza sorprendido.

—¿Ocurre algo?

—Lo que ocurre es que usted es un mal padre -—dijo señalándole con el dedo índice.

—¿Y eso viene por...? —dijo cerrando el libro con el rostro serio.

—Porque es incapaz de pasar un rato con ella o llevársela a pasear, o jugar al tenis. Ella es una niña encantadora y no se merece que la ignore.

—Lo que haga yo con mi hija es cosa mía. Usted limítese a cuidarla. Y vístase para entrar en casa.

Allegra se miró y vio que llevaba el bikini con un pareo en la cintura, mojado por el agua de la piscina y que se pegaba a su piel.

Se giró, descalza y salió por la puerta de la biblioteca sin cerrarla. Volvió a salir a la piscina y Marga se la quedó mirando, pero ella se encogió de hombros.

Entre tres palosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora