* Capitulo No. 9 *

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Los movimientos de Zee fueron rápidos, apenas perceptibles por Saint, que se vio envuelto en aquellos firmes brazos después de escuchar el golpe sordo de la cámara contra el piso de madera, mientras los suaves labios del pelinegro reclamaban posesión de los suyos en un beso devorador, donde los movimientos eran desenfrenados y erráticos, sus lenguas combatiendo por tomar el control quedando Zee como el ganador, ya que la mente de Saint se había obnubilado ante el alivio ciego que sintió en su interior, aplacando un ardor que desconocía sufrir.

Zee gimió en la boca de Saint cuando el menor llegó a la parte inferior de su suéter y tiró de este hacia arriba, haciendo que ambos se separaran un instante para liberar a Zee de la molesta prenda, mostrando su escultural cuerpo definido que dejó a Saint sin respirar unos segundos.

En otras circunstancias el ego de Zee estaría terriblemente engrandecido, pero en ese momento Zee solo sentía una desesperación ardiente por Saint, por lo que no tardó en apoderarse de sus labios nuevamente, y sus manos apartando el kimono hasta dejarlo desnudo, haciendo un camino de caricias que causaban gemidos y jadeos por parte del castaño; que se habían convertido en la música favorita de Zee. Sus pies lucharon por unos momentos contra sus zapatos, logrando quitárselos sin molestarse en mirar si los había raspado, en ese momento no le importaba nada más que Saint.

Sus manos se deslizaron a la parte inferior de los muslos de Saint, haciendo la fuerza suficiente para que entendiera que debía saltar, alzándolo contra sus caderas y caminando con él hacia el colchón personal que estaba en el piso, al fondo de la habitación, depositándolo sobre las sábanas con tal delicadeza, una de la que no sabia que tenía hasta ese momento.

Sus ojos se encontraron, notando el sonrojo que ambos tenían, el deseo que emanaba de sus cuerpos. Zee recorrió la piel de Saint con sus manos, detallando cada curva, cada trazo y poro, disfrutando de verlo arquearse y removerse, apretar las sábanas entre sus puños e intentar contener los gemidos que escapan de su garganta; él mismo se veía en una precaria situación, perdido en el placer de ver a Saint de esa manera.

Era como haber estado nadando en el Océano y estar muriendo de sed, estaba rodeado de agua, pero no podría salvarlo, hasta que vio a Saint, hasta que esa sed se volvió hambre y lo único que quería era a él. Su lengua repitió cada trazo de sus dedos, haciendo espirales sobre la suave piel blanquecina del castaño, sintiéndose dichoso en el momento en que Saint enterró sus dedos entre su cabello negro azabache en un gesto que podía ser interpretado como una súplica para que se detuviera o que continuara.

Zee se detuvo, esperó hasta que esos ojos miel lo miraron desconcertados, sin entender porque sentían ese cálido aliento golpeando su húmeda y goteante punta, pero no llegaba el alivio, y Zee sonrió victorioso, como si hubiese alcanzado la gloria, dándole a Saint lo que deseaba, envolviendo su erección en su cálida y humeda boca.

Esos gemidos eran la sinfonía más excitante que Zee había conocido, no había afrodisíaco comparable con el instante que estaba viviendo, parecía estar intoxicado, y por la manera en que las caderas de Saint se movían por si solas más allá de cualquier autocontrol, también parecía estar intoxicado, por el placer que le estaba dando la boca de Zee.

Los dedos de Zee usaron la humedad desbordante por la comisura de sus labios, extendiéndola hacia la rosada entrada que no se cerró a su paso, sintiéndose apretada y resbaladiza en su interior, contrayéndose cada vez que Zee succionaba su erección, mientras que simulaba pequeñas embestidas con sus dedos, hasta que su dedo medio alcanzó ese punto que llevó a Saint a la cúspide de las sensaciones, haciendo que Zee sintiera ese líquido caliente recorrer su garganta.

Saint respiraba pesado, sus ojos devorando con la mirada a Zee quien se incorporaba, viendo el hilo de semen que conectaba la boca de Zee con su erección.

El castaño se sonrojó más, sintiéndose avergonzado por su falta de resistencia, hasta que vio a Zee ponerse de pie; por un instante el pánico lo hizo pensar que se iría, pero no fue así, en cambio, le dio el placer de verlo deshacerse de sus pantalones y ropa interior, mostrándole con orgullo lo que Saint causaba en él, la goteante prueba irrefutable de su deseo desbordando en su enorme y erecto pene.

Saint abrió las piernas para recibirlo, sintiendo el calor corporal de Zee envolverlo de forma calmante mientras lo provocaba con meros roces.

Saint respiró profundo y con brusquedad mientras sentía la erección de Zee invadiendo suavemente su interior, sus paredes acostumbrándose lentamente al nuevo invasor, pero cuando Zee tocó fondo, ambos se sintieron plenos. Estaban en casa.

Saint espero que su cuerpo se adaptara, porque no estaba preparado para un pene de ese tamaño, nunca había hecho algo como tal acto, pero no necesitaba decirlo, porque Zee besó cada una de sus lágrimas de placer, sus mejillas, sus ojos, su nariz, su mentón, sus labios, relajándolo hasta que Saint aferró sus manos a su espalda, alzando las piernas y dándole permiso.

Después de ese momento todo fue un torbellino desenfrenado. El estudio se llenó de gemidos, jadeos, gruñidos y maldiciones, el inconfundible sonido de la carne chocando, mezclados con los ruidos húmedos de sus cuerpos, de sus bocas, de ellos mismos. El olor a sexo se impregnó en el aire y en aquel estudio el mundo desapareció, únicamente dejando la fuerza seca con la que ambos mostraban sus sentimientos, sentimientos que fluían. Una vez no fue suficiente, por más que gimieran, temblaran, se tensaran y alcanzaran el punto más alto de su placer, bañando sus cuerpos de semen y el interior de Saint, simplemente no los saciaba.

Continuaron, ya nada podía detenerlos, y no sabían por qué, pero se sentía como si tuvieran que compensar tiempo perdido, siglos separados. El agotamiento no llegó, parecían bestias hambrientas de sexo sin dominio de sí mismas. Se degustaron mutuamente, disfrutaron cada parte de sus cuerpos, utilizando cada superficie de aquel estudio cuando el colchón quedó totalmente empapado en algún punto de la madrugada, el sudor bañaba sus cuerpos como la lluvia, sus cabellos se pegaban a sus frentes, sus pieles tenian marcas rojas, de dientes y uñas.

Sin importar qué sucediera al día siguiente, nadie borraría la huella que habían dejado uno en el otro, y cuando el sol se alzó nuevamente en el horizonte urbano, Saint y Zee gimieron por última vez, colmándose y colapsando entre las pinturas derramadas que habían manchado sus cuerpos y telas estropeadas, uno en los brazos del otro como debía ser.
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AMOR DE ANTAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora