Parte 8

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CAPITULO 8

Toni

Anabel tenía razón en cuanto al negro, aunque solo en cierto modo, no era tan mío. Lo heredé de Marcos, mi hermano.

Recuerdo a mi madre regañarle cada vez que llegaba a casa tras comprar otra camiseta de ese mismo color, aunque el enfado duraba poco; mi hermano la cogía en volandas, le dejaba un beso en el cuello y los pies en el suelo, o en las nubes, según se mire. Era un zalamero y sabía ganarse a mi madre... Y a mí, aunque odiase que antes de dejarme un beso en la coronilla, lo alborotase a conciencia. Me invitaba a su cuarto para escucharlo tocar la guitarra, él no era de los que se encerraban y no te permitían el paso, no. Él te hacía participe de cada logro conseguido, de cada composición nueva o de cualquier chorrada que se le ocurriera.

En ocasiones mi madre se acercaba y acababa tumbada a mi lado en la cama mientras mi hermano, sentado en la silla junto a su escritorio, nos daba un concierto en exclusiva.

Tal vez por todos esos momentos, la casa sin él se convirtió en un lugar oscuro y silencioso. Un lugar en el que mi madre se hundía sin remedio y en el que yo no tuve el tiempo suficiente de llorarlo, para intentar sacar a mi madre de aquel pozo en el que se había metido.

Mi hermano soñaba con tener un Pub donde tocar los fines de semana su guitarra, me decía que un día lo tendríamos y que mientras él tocase yo me encargaría de la barra. Ahora yo lo había conseguido y eso... Eso me hacía estar un poco más cerca de él.

Anabel se marchó la primera, ya que tenía que conducir hasta Marbella. Me levanté para acompañarla. Se despidió de todos y al pasar por mi lado pasé mi mano por su cintura para dejarle paso. Noté como se le tensionaban todos los músculos de su espalda al tiempo que se giraba mirando hacia la mesa. Aceleró el paso hasta desprenderse de mi contacto.

—Ahora vuelvo, voy a acompañarla al coche —Ellos asintieron y yo seguí los pasos de Anabel.

—Marcus Pub —dijo Anabel una vez fuera mirando la fachada.

—Sí. Sonaba mejor que Bar Marcos, ¿No crees? —una dulce sonrisa apareció en su rostro acompañando a la mía.

—Es perfecto, tu hermano estaría orgulloso de ti —susurró mirándome fijamente mientras yo me perdía en esos ojos.

—Gracias —carraspeé mientras la vi abrazarse y yo me desabrochaba la sudadera.

—Toma, póntela —Se la ofrecí mientras andábamos hacia su coche.

—Gracias pero no hace falta, tengo el coche cerca.

—Anabel, por favor, tengo otra dentro. No seas cabezota y póntela —insistí acercándola a su cuerpo. Parecía dudar por un momento, así que me situé a su espalda y la deposité sobre sus hombros. Los rocé y por un instante quise quedarme ahí, deleitándome en el calor que desprendían. Pero muy a mi pesar encogí mis dedos y le di espacio para que introdujera los brazos y la abrochara.

Llevaba días pensando en las palabras que me dijo, en que olvidáramos aquel beso y siguiéramos siendo amigos, como siempre lo fuimos. Había llegado a pensar en que tal vez no besaba tan bien como creía pero... No es por echarme flores, pero nunca se habían quejado de ellos, es más siempre querían repetir. Lo malo es que desde aquel dichoso beso, yo buscaba su sabor, ese que no conseguía sacarme de la cabeza y que no encontraba en ninguna boca.

—Gracias, te la devolveré —dijo pellizcando la sudadera y abriendo la puerta de su coche. Me acerqué a ella y me despedí dejándole un beso en la mejilla que me supo a poco mientras sus mejillas se sonrojaban y apartaba la vista de mí.

NUNCA ME OLVIDESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora