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Suicidarte no es una cosa que hagas todos los días. Por obvias razones, solo puedes hacerlo una vez. Hasta el más estúpido comprende eso.

Jimin ciertamente entendía que cuando tragara esas pastillas aquella noche, no volvería a despertar más. No habría nadie que se preocupara si no contestaba el teléfono. Nadie podría encontrar su cuerpo o llevarlo a urgencias de salud porque vivía solo y no tenía amigos que lo visitaran. Tampoco tenía un trabajo en el que lo necesitaran y notaran su ausencia. Sin duda alguna moriría así que, por ello, y en honor al dulce recuerdo de los días en que había amado la vida, hizo de ese día, su último día, uno bueno, dentro de todo lo bueno que pudiera ser.

Guardó todas las cosas que consideraba de mayor valor dentro de una caja. Así, si alguien llegaba algún día y encontraba sus huesos y carne en descomposición, por lo menos podría pagar servicios psiquiátricos con el dinero que consiguiera vendiendo todas esas cosas. Dejó una nota que lo especificaba sobre la misma caja.

Le parecía justo, porque sería esa la persona encargada de dar aviso para que pudieran darle sepultura. Era una especie de agradecimiento.

La investigación no sería necesaria, desde luego, porque también escribió aquella tarde una carta en la que detallaba sus motivos, que sería suficiente evidencia de la decisión que había tomado. Aunque tuvo que añadir información de quién era, porque seguro que ya nadie lo recordaba.

Asimismo, al final de la carta dejó sus datos de la cuenta bancaria y todas sus contraseñas. La idea de tener un último deseo le parecía algo llamativa, porque era el único lujo que se podría permitir; quien fuera que hallara la carta haría lo que él pidiera, y sin duda planeaba aprovecharlo y hacer algo bueno.

Su deseo era donar todo el dinero que tenía acumulado al orfanato en el que había crecido, para ayudar a los niños y a las maestras y cuidadoras, que habían sido como su familia durante el tiempo que estuvo allí. Era una cantidad considerable, ya que no había comprado nada más que comida —y poca—, útiles de higiene, y eso sumado al poco valor de las boletas de luz y agua.

Ellos podrían aprovechar mejor esos millones de wones que un muerto, ¿no?

Y, habiendo dejado todo eso listo, comió su última cena. No tenía casi nada en su refrigerador, pero fue capaz de improvisar un sándwich de huevo y beber algo de leche que quedaba en una caja que estaba abierta desde hace días.

No era lo más delicioso que había comido jamás, pero le llenaba el estómago lo suficiente para no sentirse tan vacío.

Aunque las pastillas que tomó habían terminado de colmar su pequeño estómago...

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Cuando abrió los ojos de nuevo, todo era luz. Era una luz tan brillante y cegadora que pasaron varios instantes hasta que sus ojos pudieron acostumbrarse. Era comprensible, porque había vivido tanto tiempo encerrado en ese pequeño departamento oscuro, que no podía recordar aquella sensación de la luz bañando todo su ser.

A pesar de ello, sus ojos no dolían en absoluto. Ya no sentía dolores ni malestares. No sentía nada más que una profunda sensación de paz. Y el lugar colaboraba, pues era todo blanco, con tonos celestes y grises, como si las paredes, el suelo y todo lo demás fueran de... nube.

Eran nubes blancas y esponjosas, que no podía agarrar con los dedos.

—Así que esto es el cielo... —susurró sin caber en su asombro, dando algunos pasos alrededor. Se sentía ligero, y no sabía si tenía que ver con una menor fuerza de gravedad, con las ropas blancas tan ligeras que había notado que llevaba puestas o, derechamente, con el hecho de que estaba muerto.

Serendipia || 뷔민Donde viven las historias. Descúbrelo ahora